La Rabia

Augusto Blanco Alfonso

El cielo encapotado filtraba una luz mortecina, que el olor a la tierra recién humedecida, por las cuatro gotas que habían caído en el jardín cercano, traían un engañoso aroma a campo a través de las ventanas abiertas, en corriente permanente por mor de la pandemia que nos sitiaba desde hacía un año largo. Sonó un trueno. Anunciaba la tormenta que estaba a punto de desencadenarse. La luz definitivamente huyó.

  • No puede ser doctora, no puede ser…

Medio gritaba desde el vano de la puerta. Desgraciadamente no era infrecuente que viniera desatada, pero aquella mañana más. Debía de haber esquivado el control de la puerta pues nadie la había avisado de su presencia. Era una enferma conocida, y desde hacía mucho tiempo. De difícil trato. Trato hijo de la angustia y el desconsuelo que la embargaba, casi permanentemente. De esas que se habían cambiado de médico cien veces para volver siempre a la única persona capaz de lidiar con el miura que la ocupaba. La médico se inmolaba sabedora que era la única solución parcial, la menos mala de las posibles, por mucho que la pesara y le arruinara el manejo del resto de la consulta, era imposible hacer una faena de aliño, siempre sonaban los tres avisos antes de conseguir echar el morlaco al corral. Se descubrió con ambas manos bajo la mesa, mientras trataba de encontrar una respuesta razonable a la intrusión y respiraba para prepararse a lo que se le venía encima.

  • Alicia haga el favor, de bajar la voz y…
  • Es que no puede ser, no puede ser doctora, no puede ser- enjaretaba como un mantra– Necesito que me vea, ¡tiene que verme! ¡Ya!

Por una vez el desierto de la sala de espera, eran tiempos en los que el teléfono era el gran protagonista de la consulta, fue aliado y no fiscal.

  • Vale, espere un momento que acabo lo que estoy haciendo y ahora me cuenta.

Hablando casi en un susurro, cariñoso y asertivo, mostraba, con la mano extendida, las sillas, vacías, de la sala de espera.

Sin un diagnóstico claro y un sufrimiento atroz, había sido protagonista de más de una sesión clínica: entre los familia, los de salud mental y mixtas, con escasos, hemos de admitir, resultados positivos.

En las raras épocas de estabilidad, donde no se sabía qué le daba tregua y la apaciguaba era encantadora, respetuosa, cortés.

Volvió la médico a su sillón, marcó, mecánica, el siguiente número de su lista interminable, haciéndose consciente que un día más no acabaría hasta media tarde. Mientras el tono daba su señal y la conexión tomaba cuerpo, no podía dejar de pensar en la anterior entrevista con la paciente.

Había sucedido hacía nada, dos o tres días a lo sumo. No podía concretar el motivo de consulta, como era habitual una cascada de miserias se habían derramado sobre la mesa, pero se había quedado, especialmente, satisfecha de su intervención. Sus palabras, creía, habían sido oportunas y bien traídas, esperaba haber conseguido apaciguar aquella ánima torturada, haciendo consciente las razones ocultas de su desesperación.

El “Siiiii, dígame” que resonó en el altavoz, borró todo recuerdo, para centrarse en el nuevo interlocutor telefónico. Escuchó con atención las demandas, tras las presentaciones de rigor, pensó, repreguntó, analizó, se cercioró, tomo decisiones, las compartió y cerró la entrevista.

La tregua había concluido, Alicia volvía ser la dueña de su pensamiento. No demoró más el encuentro, se descubrió, de nuevo con las manos escondidas bajo la mesa y la mirada fija en el tablero, se levantó dirigiéndose a la puerta para llamarla. Compuso rostro y figura. De nuevo el aire la llenó, trayéndole algo de la paz buscada en las inspiraciones profundas efectuadas.

  • Alicia– llamó con una voz algo más cariñosa que neutra- ¿quiere pasar? – mientras mostraba la silla frente a la mesa.

El discurso agolpado entre los labios inundó como un tsunami la sala.

  • Llevo dos días, como loca de aquí para allá, sin que nadie me quiera hacer caso…

Pormenorizando los pasos uno a uno, volviendo al principio si cambia el orden o perdía el hilo de la secuencia, que la habían tenido en danza esas 48 horas, desgranó que no conseguía que la vacunaran de la rabia en ningún sitio, que tendría que darle un papel ordenándolo, que a ella no la hacían puñetero caso…

Tardó en ver el hilo que tejía el relato. En esa entrevista, de la que se había sentido tan satisfecha, su satisfacción provenía, básicamente, de haber entretejido sus síntomas con la rabia que la anegaba: las frustraciones, el devenir vital, el sufrimiento acumulando en su persona… Había utilizado la “rabia” para explicar cada elemento de sus múltiples quejas. De hecho, le había parecido una excelente asociación, que ayudaría, sin duda, a la paciente a asociar males y causas. Incluso, creyó recordar, se había venido arriba en su lirismo y había utilizado como metáfora “la mordedura de la angustia, como una rata comiéndola por dentro”.

Alicia había recorrido medio Madrid buscando ser vacunada contra la rabia que la devoraba por dentro, como bien había dicho la doctora, aunque ella no recordaba ningún mordisco, pero era cierto que, muchas veces, los demonios le hacían olvidar las cosas más importantes.



     

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