Experiencias. Atención al final de la Vida: práctica y docencia
«Ningún médico puede decir a otro como conducirse con un paciente en esta situación . Se trata de algo muy personal y que varía de médico a médico y de paciente a paciente». Dunphy DT.
Autores: Martínez de la Iglesia, J* y Cano García, MS**
*médico de familia y tutor de residentes;**residente de medicina de familia de 4º año. Unidad Docente de Córdoba (España)
La tarea de ser tutor no solo incluye la capacidad de transmitir al residente unos conocimientos y una experiencia de aspectos clínicos, sino también el cómo estar con el paciente y su entorno. Esto último, mucho más personal, tiene una transmisión menos académica a través de la continua observación por parte del residente de nuestra forma de interactuar con los enfermos, a través de la cual el residente irá moldeando su forma personal de conducirse ante los pacientes,
Una de las situaciones más representativa de esta forma de estar , es la atención al enfermo terminal. Estos pacientes pueden propiciar conflictos a cualquier profesional que los aborde, tanto desde el punto de vista personal, como profesional. Una primera reacción de huida, un intento de evitar en lo posible una excesiva implicación que se refleja en ideas de “no estoy preparado para su abordaje”, “ya hay otros dispositivos especializados” son frecuentes ante esta situación. El médico de atención primaria, que suele conocer al paciente antes de su proceso terminal, es el último eslabón de dicho proceso, por lo que esta huida resulta más difícil.
Recientemente tuvimos que atender a una paciente terminal por un cáncer pulmonar. Habíamos asistido a su marido en su domicilio en un proceso similar hacía unos años. La relación con la paciente y la familia, por las enfermedades crónicas de la primera, era frecuente en los dos últimos años. Tras el alta hospitalaria con el diagnóstico de cáncer de pulmón, sin posibilidades terapéuticas y con aparente escasa información dada a la familia sobre el pronóstico, acudimos la médico residente y yo al domicilio de la paciente. Tras preguntarle por cómo se encontraba y realizar una exploración sucinta, nos abordó: “¿doctor, cómo me encuentra?. Sólo espero vivir lo suficiente para poder ir a la boda de mi nieta el próximo mes”. Al finalizar la visita, en la puerta, las hijas nos hicieron la misma pregunta y se auto respondieron con un “está mal, ¿verdad?”.
En el camino de vuelta al centro la residente, como creo que todos los residentes que he tenido ante situaciones similares, me planteó multitud de dudas: ¿hay que decirle la verdad sobre su estado?, ¿se puede establecer un tiempo de supervivencia?, ¿se le va a dejar sin tratamiento? ¿no podemos hacer nada por ella?, ¿si empeora debemos derivarla al hospital?, ¿cómo saber si la sedación es necesaria y cuándo iniciarla?, ¿ésta le acortará la vida?.
Preguntas como éstas me las he hecho muchas veces, aunque con el tiempo y la experiencia (profesional y personal) he adquirido un poco más de seguridad en las respuestas. En estos casos, el médico residente se enfrenta directamente y sin posibilidades de “evasión”, ante la muerte y el supuesto fracaso de la medicina. No hay ningún especialista al que derivar (salvo la consulta con las unidades de cuidados paliativos), no hay pruebas complementarias que ayuden, el hospital poco tiene que ofrecer al paciente y el tiempo corre en nuestra contra y la del enfermo. Por otro lado, la asistencia se realiza en un ambiente (el domicilio) que no ampara ni resguarda al profesional, como lo hace el hospital o el centro de salud, ámbito en el que está acostumbrado a trabajar el médico residente. Esta desprotección aumenta la inseguridad del profesional.
Esta enferma la conocíamos desde hacía varios años. Sus hijas y algunos nietos también son pacientes nuestros. Habíamos ido varias veces a su casa. Esta cercanía y confianza nos hacía depositarios de una responsabilidad si cabe mayor de la habitual, y también de un mayor desgaste emocional.
¿En qué podemos mejorar la atención a estos pacientes?. Las recomendaciones que suelo hacer a los residentes se pueden resumir en:
Propuse a la residente asumir la responsabilidad de la atención de la paciente, con la supervisión necesaria. Planteamos los posibles problemas que podrían surgir y las alternativas de solución. Siempre se detecta cierta reticencia a esta asunción de responsabilidad y un grado variable de inseguridad por parte del médico residente, pero la toma de decisiones que conlleva el seguimiento de estos pacientes, resulta muy útil. En las primeras visitas la residente me pedía confirmación sobre sus decisiones: “le he dicho que ….. pero no sé si he hecho bien”. Cuando le mostraba mi coincidencia o discutíamos alternativas, notaba su sensación de tranquilidad. Con el tiempo fue buscando menos confirmación a sus decisiones. En algunos casos, he encontrado residentes que ante estas situaciones han mostrado su preocupación por no ser capaces de mantener una “adecuada” contención emocional y distancia con la situación. Recuerdo el caso de una residente que se reprochaba el haberse abrazado con la mujer de un paciente terminal y haber llorado con ella. Esto le había producido una sensación de fracaso como profesional al tener la idea de perder el papel de médico. La residente valientemente aceptó presentar el caso en una sesión en la que pudimos discutir en qué medida su reacción emocional pudo afectar a su papel como profesional y de qué forma la supuesta sobreimplicación le podía haber afectado a nivel personal. Reconoció que la relación con la familia se hizo más estrecha y que no cuestionaron las decisiones médicas posteriormente, incluso llegaron a facilitar la comunicación. El poder exponer sus problemas y recibir aportaciones del resto de compañeros la tranquilizó y dio confianza. Sí es cierto que todo el proceso le produjo una importante carga de sufrimiento. Todo esto pudo influir en que esta médico cambiara de especialidad poco tiempo después.
La paciente se mantuvo en su casa los siguientes dos meses con tratamiento sintomático y con una aceptable calidad de vida. La enfermera y nosotros nos coordinamos para 1-2 veces por semana pasar a evaluarla, o llamar por teléfono a sus hijas. En ningún momento hizo preguntas concretas sobre su enfermedad. Lo más preciso que preguntaba era: “¿cómo me encuentra hoy?”. Tras este tiempo, aparecieron síntomas de disnea de reposo de forma intermitente por episodios de fibrilación auricular rápida que revertían de forma espontánea. Un fin de semana el episodio de disnea fue más prolongado y la familia acudió con la enferma al servicio de urgencias del hospital desde donde la ingresaron durante 5 días. Tras el alta, sin cambios en la medicación, volvimos a ver a la paciente en su domicilio. “Doctor, haga lo que quiera pero no quiero que me ingresen otra vez”, nos comentó nada más llegar. El residente de primer año que nos acompañó en esta ocasión, no entendía cómo la familia, dado el estado terminal de la enferma, había accedido a ingresar a la paciente en el hospital dado que éste no le había proporcionado ningún beneficio. En ocasiones es difícil para el médico residente sopesar la influencia que tiene en las decisiones de los familiares el vínculo emocional y la incertidumbre que tienen sobre hacer lo adecuado y mejor para el paciente, incertidumbre que se alivia al depositarla de forma permanente sobre un tercero mientras permanece ingresada .
A los pocos días la paciente empezó a dejar de comer y se postró en cama. En 15 días entró en un estado de somnolencia permanente y astenia muy importante, empezando a quejarse de dolor con cualquier movimiento y presentar disnea casi continua. Tenía mucha dificultad para tomar la medicación oral . En este momento, planteamos a la familia la posibilidad de iniciar un tratamiento de sedación. A las pocas horas entró en un estado de coma y en 48 horas falleció.
Unas semanas después, una de las hijas vino a la consulta a traer la medicación sobrante. Nos transmitió su agradecimiento y el de la familia por la atención recibida por el equipo. Nos comentó que ella y sus hermanos habían vivido la muerte de su madre con “serenidad y tranquilidad”.
La atención a los pacientes terminales, no siempre se desarrolla de una forma tan satisfactoria como el del caso descrito. Con frecuencia surgen complicaciones, desencuentros con la familia, dificultad en el control de los síntomas , etc. que dejan un regusto amargo en los profesionales. Todo esto no es óbice para intentar abordar este tipo de pacientes desde atención primaria e implicar en el mismo, y de forma activa, a los médicos en formación.