Certificando

Augusto Blanco. Médico de Familia. Madrid

Me llamaron a las 11.30 para hacer una suplencia, un médico se había puesto malo y necesitaban otro que pasara la consulta y allí me fui, lleno de buenas intenciones, pero con todos los miedos arremolinados y escondidos en la tripa. Era la primera vez que iba a pasar consulta yo solo, lejos de la protección del hospital o el cuartel (durante el servicio militar había pasado consulta en el botiquín del cuartel durante más de un año)

El tercer día tuve un aviso, me advirtieron de que era un óbito. Pregunté, muy profesional, si sabían si tenían el certificado, me contestaron que sí que el familiar lo había aclarado y me dispuse a cumplir con la obligación.

Era una zona en crecimiento, donde convivían casas bajas entre la chabola y la casa de pueblo más elemental, con urbanizaciones nuevecitas y elegantes. No estaba lejos, así que aproveché el recorrido para repasar los pasos a dar ante un certificado de defunción. Inspección completa del cadáver, para descartar muerte violenta, reflejos pupilares, auscultación cardiopulmonar, exhalación de vaho, por boca o nariz, pediría un espejito…Trataba de recordar todos los aspectos, con los que nos había sermoneado, en Medicina Legal. Tres días de médico de verdad y me tocaba un certificado, ya era mala suerte.

La dirección correspondía a una casa unifamiliar de pueblo con su patio, a la derecha de la cancela y adosada al murete una caseta de perro vacía montaba una falsa guardia. Un par de árboles daban sombra a una mesa y unas sillas desvencijadas. Varias personas, en su mayoría gitanos, fumaban nerviosos comentando sobre la muerta, imaginé. En cuanto me identifiqué, rápidamente uno de ellos se dirigió al interior de la casa a grandes zancadas y al llegar yo a la puerta ya me salía a recibir el hijo de la fallecida.

Los médicos a veces representamos, como actores, un papel y tratamos de trasmitir confianza, tranquilidad y sabiduría, que no se nos note la falta de conocimientos o de experiencia.

La casa estaba llena de gente, había cierto bullicio quedo, recordé el Hospital cuando uno de los suyos ingresaba o acudía a urgencias. Una cohorte innumerable lo acompañaba. Si era en la urgencia, casi acampaban a la puerta, si estaba en planta, recurrían a toda trapacería, para llegar hasta la habitación, donde a veces se reunían tal cantidad de personas que costaba poner orden. Nunca estuve del todo seguro si los otros pacientes cuando protestaban, lo hacían por envidia o por la algarabía concitada.

Me acompañaron a la habitación y en la cama, entre cuatro grandes hachones, uno en cada esquina del lecho, descansaba una anciana, perfectamente peinada, vestida de gala, esperando mi bendición para que la funeraria se acercara para el sepelio.

Todas mis ideas legales sobre lo que había que hacer se bloquearon en el oleaje de emociones del momento. ¿Cómo iba a pedir que la desnudaran? A la par recordaba El Clavo, una novela del Pedro Antonio de Alarcón, que había leído en el colegio y en la que se descubría un asesinato al sacar, de la fosa común, una calavera traspasada por un gran clavo. Bajo aquel pelo tirante y apagado ¿se escondería la cabeza de un gran clavo?

Me acercaron un montón de informes del hospital donde se explicaba la posible causa de la muerte. Bastante verosímil, lo que me permitió rellenar el certificado obviando las pesquisas sobre las que venía cavilando. No era tanto el convencimiento de hacer lo correcto, era la seguridad que haciéndolo así podría salir con bien de la vivienda, no quería ni pensar que pasaría si pedía hacer las cosas como decía mi libro.

¡Qué terrible! En ningún caso me plantee el dolor de la familia, solo los aspectos legales y los miedos estúpidos cargaditos de prejuicios.

Ausculté, sobre la ropa, no había ruidos cardiacos ni pulmonares, aunque si el frufrú de la tela, descarté reflejo pupilar y, muy serio, pedí un espejo. Me acercaron uno de lupa, de los que usaban las señoras mayores, al menos mi abuela, para depilarse, los cañones de la barbilla, lo posicioné ante las fosas nasales y la boca y comprobé, casi satisfecho, que no existía exhalación.

Rellené pulcro cada cuadradito del certificado armado con el DNI de la difunta y procedí a trascribir lo que los informes me soplaban en las distintas causas: inmediata, intermedia y fundamental, así como di valor a la hora que me decía la familia había ocurrido el deceso.

Salí, si no orgulloso, si aliviado.

Le he dado muchas vueltas a mi actuación, creo que no había causa punible, pero yo no actué por justicia sino por miedo. Y sin un gramo de compasión o empatía. Tiempo después, en una conversación entre colegas, un compañero, con más experiencia, contaba un ardid: “si en alguna ocasión teméis por vuestra integridad, solo tenéis que hacer mal el papel o en su defecto salir y llamar a la policía para manifestar las dudas y o razones que os han llevado a la actuación”. Fácil.

Pero ¿qué queréis? ¡¡¡Eran mis inicios!!!



     

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