Deudos y Covid.
Augusto Blanco. Médico de Familia.
Resumen: En esta narrativa clínica, el autor nos transmite de una forma elegante y narrativamente muy bella una historia de soledad, la historia de su personaje real: Soledad, una ejecutiva a la que la epidemia le roba lo más querido abocándola a una soledad límite que trastoca su mundo y su razón de existir y en la que a la vez se nos muestra el rol esencial del médico, el cual percatándose de la naturaleza y trascendencia del problema de su paciente, utiliza una sabiduría clínica que como siempre va más allá de lo puramente protocolario y exclusivamente técnico y biomédico.
Relatives and Covid
Summary: In this clinical narrative, the author transmits to us in an elegant and narratively very beautiful way a story of loneliness, the story of his real character: Soledad, a business woman from whom the epidemic steals her most dear, leading her to limit loneliness that disrupts his world and his reason for living and in which at the same time we are shown the doctor’s essential role, who, realizing the nature and significance of his patient’s problem, uses a clinical wisdom that as always goes beyond the purely protocol and exclusively technical and biomedical.
Su madre había fallecido de una doble neumonía. Era una mala época para enfermar. La pandemia arrasaba con todo. Tras 23 días ingresada, 19 de los mismos en la UCI de un gran hospital, había rendido armas y bagajes. Había sido al principio de la sucia guerra contra el virus, la peor, cuando ni sistemas de protección para los trabajadores había, lo que condenaba a los enfermos a la soledad familiar, insustituible pese a todo el afán del personal sanitario. Enfermeras, auxiliares, médicos y hasta el personal no sanitario intentaban acompañar como mejor podían. Una carantoña, un móvil sujetado, un asir, suave, la mano con el doble guante como exigencia del guion, pero que se derretían por el calor que trasmitía el apretón.
Ella, la menor de cuatro hermanos, castellanos, como el padre, de los que ejercían de la tierra: duros, secos, nobles y callados. Con esa dificultad para expresar sentimientos que los define. Ella había salido a la madre, una extremeña del linde con Andalucía, que había domesticado, como ella, la expresión de los afectos y que solo entre ellas los manifestaban. Se sentía muy unida a ella.
Era una trabajadora brillante, una alta ejecutiva en una empresa en expansión, a la que la pandemia iba a hacer de oro. El teletrabajo no era un problema. El día que la llevaron al hospital aún no había hablado con ella. “Luego la llamo”, se había dicho, algo inquieta, a media mañana, el segundo vivía con los padres, en la casa familiar, el mayor llamaba invariablemente al Angelus y el tercero antes de cenar. La disciplina le hizo aplazar el impulso.
A las dos de la tarde el segundo la llamó para comunicarla que a la madre la había tenido que ingresar, había empeorado y el médico del centro de salud que había acudió a la llamada la había mandado al hospital.
- Ahora de lo que se trata es de cuidar y proteger a Padre, debemos mantener estricto el confinamiento, no debes salir de casa y por supuesto no puedes venir, no vayas a contagiarlo…
Desde ese mismo momento sabía que nada volvería a ser igual, solo podía esperar.
Incapaz de centrar el pensamiento en algo que no fuera su madre: saliendo malita, medio ahogada, de casa, en el frio hospital rodeada de extraños, en la última medio discusión que habían tenido, a propósito de un novio que tuvo y que salió rana… Cuando el pensamiento era bonito se esfumaba raudo, para fantasear la cama del hospital o a aquella vez que presenció una bronca entre los padres por causa de uno de los chicos…
Los días se hicieron eternos, a la espera de los cinco minutos de parte, que el hermano retrasmitía, invariablemente, a media tarde. Cinco minutos, ni uno más, en todo caso alguno regateado, los castellanos de pro son de pocas palabras y estos lo eran.
- Mamá acaba de fallecer – lo presintió un segundo antes de que el teléfono vibrara anunciando la melodía familiar – Voy a llamar a los otros, luego te llamo.
Tardó en reaccionar. El tiempo se detuvo antes de que el aire doliera. Lo había sabido desde el principio. Boqueaba ahogada. El agua encontró, por fin, un aliviadero y se derramó mejillas abajo.
Tres o cuatro días después, no sabía cuántos días habían pasado, su pensamiento circular volvía una y otra vez al principio, llamó al Centro de Salud, necesitaba ver a su médico.
- No, no hay consultas, solo urgencias médicas. Le tomo nota y su médico la llamará en cuanto pueda.
Las agendas, después de las primeras semanas de descontrol total se habían intentado reorganizar, cada médico, la pandemia y el IFEMA, se había cebado con el personal, intentaba atender su agenda y cubrir las ausencias a base de voluntad y esfuerzo, nadie hacía su jornada natural. Los cientos de llamadas diarias eran fagocitadas por el sistema y los profesionales trataban de dar respuesta.
- Buenos días Soledad, soy el doctor…
- Buenos días doctor, le he reconocido la voz – y un hipido controlado remató la frase
- ¡Dígame!, ¿en qué… – la voz inundada de lágrimas respondió entrecortada…
- Mi madre, mi… mamá… ha muerto por el virus… Sola. No puedo pensar en otra cosa. Sola. ¿Habrá sufrido? ¿ahogada? ¿habrá tenido miedo?… – el llanto, incontrolado, cortó el discurso
El médico aguantó los gemidos ahogados, impotente, no era la primera, ni sería la última entrevista en esos términos. Cada vez era más duro escuchar la desesperación sin poder ofrecer el consuelo del contacto de una mano acogiendo el dolor mostrado, sin poder acariciar con una mirada el alma del que expone su sufrimiento, un sufrimiento imposible de abarcar.
- No… puedo… pensar… en otra cosa – llegaron las palabras inconexas entre sorbido y sorbido de mocos – no puedo leer, ni seguir una película, ni trabajar… – soltó de tirón antes de que el llanto volviera a ocultar su voz – No sé qué hacer. ¿Puede ayudarme?
La petición de ayuda, como tantas veces, calmó al peticionario. Cuando la desesperación no parece tener fin, y ha destruido todas las defensas, aceptar la necesidad de ayuda es la primera piedra para iniciar la reconstrucción.
- Solo pienso en todo lo que no le he dicho, en lo que nos quedó por hacer… No puedo concentrarme en nada… no soy capaz de trabajar, llevo un montón de tiempo teletrabajando, pero ahora… Y eso me hace sentir mal…
- Vamos a ver Soledad, empecemos por lo último la voy a dar la baja unos días, es importante darse tiempo para asimilar todo lo ocurrido.
- Pero tengo mucho que hacer, ya sabe cómo es esto…
- Si, ya sé, pero ahora toca lo que toca, no es para siempre, son unos días. Además, no se concentra, podría cometer un error y eso la haría sentirse aún peor.
- Eso sí…
- Sabe, el luto español era muy sensato, durante un año, siempre es lo primero de algo: el primer cumpleaños sin la persona perdida, el primer aniversario, las primeras vacaciones o las primeras navidades… Y aunque parezca un tópico, no es que el tiempo todo lo cure, la ausencia siempre estará presente, pero según pase el tiempo y vayamos aceptando la situación el dolor nos inmovilizará menos y seremos capaces de volver a vivir sin la persona perdida. Siempre la llevaremos en el corazón, mientras esté en nuestra memoria estará.
- Gracias, pero se quedaron tantas cosas sin decir, en el tintero…
- Una buena manera de decir esas cosas es escribirlas, no sé lo que hay detrás… No sé si se ella las escuchará o ya lo sabía… pero seguro que a usted le aliviará escribir sobre ello.
- Siempre me ha gustado escribir…
- Pues pruebe, sabe, escribir es una forma de hablar…
- Hablar no puedo, mis hermanos son incapaces y no puedo ir a ver a mi padre… ni hablar con él, se pone mal y llora.
- Escriba, es una buena opción.
La entrevista terminó con los aspectos burocráticos y la promesa de una nueva llamada.
Unas cuantas horas después, terminada la jornada en todo su fragor, el médico volvió sobre sus pasos, no conseguía poner cara a la paciente de la madre muerta. Repaso la historia y la vio. Era una mujer todo bonhomía, luchadora y capaz de reflexionar. Iría bien, pero iba a sufrir.
Contactó con ella cada semana, el llanto parecía inacabable e inconsolable, seguía sin poder concentrarse, aunque contaba como un éxito haber podido leer algunas páginas de libros ya leídos que siempre la acompañaron. Le sorprendió la lectura de Juan Salvador Gaviota, era atípico, no así el refugio en la poesía de Machado, Neruda o León Felipe. Había escrito y el recuerdo de lo escrito cortó el llanto, para dejar salir el orgullo de las 70 páginas caligrafiadas. Avanzaba lenta y el médico propuso un encuentro presencial.
En el tiempo transcurrido el Centro de Salud y sus componentes se habían ido adaptando al seísmo de la pandemia. Algunos de los caídos en los primeros momentos se habían incorporado a la trinchera lo que permitía repartir menos cupos y buscar encuentros presenciales. Ocho, solo ocho un par de días a la semana, los demás días los copaban: la consulta covid, la de urgencias y los avisos.
La recibió en la puerta de la consulta, como siempre, pero distinto. Con doble mascarilla, la pantalla y relavándose, por enésima vez las manos, con el rey del momento: el gel hidroalcohólico. Igual que antes mostraba la silla para sentarse ahora invitaba a utilizar el antiséptico que presidía la mesa. Ella dio dos pasos dentro del espacio de la intimidad médica, mientras él se sentaba al otro lado de la mesa en su sillón, permaneciendo muy derecha, con el bolso cogido con las dos manos cubriendo, como un escudo, el pecho.
- Puede sentarse, esta zona está razonablemente limpia, como ha visto los covid los tenemos casi aislados en una parte del edificio.
Un gracias tímido acompañó su sentarse en el filo de la silla con el bolso como barrera. Tras las primeras frases de toma de contacto y cortesía: ¿cómo va?, y usted ¿cómo está?, fue respondiendo con frases cortas el interrogatorio al que el médico la sometía para diagnosticar o no un duelo mal elaborado que comenzaba a parecer una cuadro depresivo.
- Mire Soledad, en estas entrevistas tan atípicas como todo en estos tiempos confusos y terribles, me ha parecido que su evolución se estaba complicando y el duelo estaba dando paso a un cuadro depresivo, es lo que quería comprobar hoy y creo que la medicación podría ayudarla…
Escuchó atenta sin interrumpir, era una paciente obediente y disciplinada, no iba a contradecir la opinión del médico. Atendió a las explicaciones sobre el diagnóstico y su tratamiento; su duración y el tiempo en el que cabía esperar resultados. Como si oír la palabra depresión hubiera abierto la esclusa de sus necesidades.
- He venido con mucho miedo. Miedo a la calle. Miedo a la gente. Miedo a lo que aquí podría encontrarme. Llevo más de 50 días sin ver a nadie, salvo a un metro al señor del supermercado que me trae la comida, mis hermanos como mi padre son de poco hablar, ya le he dicho alguna vez que ejercen de castellanos… – Había depositado el bolso en la silla del acompañante, metido el culo para el fondo de la silla e inclinado el tronco hacia delante – No me dejan ir a casa y yo necesito verlo, abrazarlo… Claro que me da miedo el covid y que él también se infecte, pero necesito…
El médico aceptó sin interrumpir el discurso-lamento de la paciente, el tiempo había volado y en la puerta, seguro, esperaba otro de los programados. Pero antes de despedirla, ya levantándose…
- Sabe, Soledad, yo he pasado y ganado al bicho y tengo defensas, estoy podrido de IgGs, así que además de las pastillas, si quiere, puedo ofrecerle un abrazo – dijo situándose frente a la enferma, ya de pie, y abriendo los brazos.
Abrazarlo y sentirse acogida, liberó un torrente de angustias y soledades que empaparon la bien colocada mascarilla. El abrazó duró, al menos, lo necesario.
- Gracias, muchas gracias.
- A usted, la próxima visita le daré otro si lo quiere, pero ahora cambie de mascarilla, que esa está hecha una pena – le dijo mientras le tendía una quirúrgica y sus ojos transmitían una sonrisa consoladora.
La sorpresa de la imagen la hizo fijar la mirada en el horizonte. Hacía un momento que lucía despejado, con la luz del mediodía bañando las cumbres de los montes del fondo y las laderas que las sustentaban, y ahora de golpe unos nubarrones negros como la noche, las cubrían y la niebla caía lenta, pero inexorable.
El aire traía perfumes de vida. De hierba, plantas de monte, humedades que anunciaban lluvia, pero, a veces, una vaharada a tierra putrefacta descosía la sinfonía olfativa.
El viento, a oleadas, iba animándose y bailaba con las ramas y las hojas de la encina centenaria que las cobijaba. Se iniciaba lento, suave, como las olas en la playa de niña y como las olas iba ganando fuerza… una, dos, tres, cuatro… y a la quinta, la grande, la que podría tirar el muro que trataba de contener el agua dentro del mar. El viento igual, iba aumentando su intensidad, lo que empezaba vals acababa en frenético foxtrot. Su madre lo había bailado en sus años jóvenes. Pasaba y volvía a empezar. Acobardaba, era como si la naturaleza se enmadrastrara y quisiera dejar claro quien mandaba.
Ahora allí sentada bajo los brazos extendidos, mecidos y azotados del viejo árbol, se la veía tan frágil que daba pena. Allí cada tarde la Concordia romana, que iniciaba el encuentro, sería derrotada por Discordia, y la riña terminaría triunfante la jornada.
Aquella fue la última tarde, la última vez que la vio, que estuvieron juntas. Su cabeza trataba, en vano, de olvidar, una y otra vez la bronca que la regaló, como todos los días, cuando, empujando la silla, recorrieron el camino de tierra que la devolvía al caserón reconvertido en residencia de ancianos.
No había podido evitarlo, desde que el bávaro se instaló en su cabeza, su madre dejó de ser su madre, para convertirse en una tirana caprichosa a la que era imposible complacer. Ciertamente, en ocasiones, era dulce como nunca lo había sido, sus ancestros recios, rudos de la Castilla profunda había dominado sus escasas muestras de cariño, pero, las más de las veces, la aspereza natural se recreaba en violento enojo y la acritud trocaba en furia agresiva e ingobernable e inaguantable.
Trató de cuidarla 24 horas al día como requería, se acogió a una reducción de jornada, acudió a los servicios sociales y contrató ayuda. Al final, la temida enfermedad que la devastaba, el Alzheimer, había triunfado y hubo que internarla. La residencia fue consumiendo ahorros, pensión y parte del sueldo recuperado tras la vuelta a la jornada habitual.
El bicho maldito había iniciado su ofensiva. Si el ataque no había respetado de entrada ningún territorio, pronto se evidenciaron los terrenos más propicios. Como en tantas enfermedades los distritos postales marcaban la incidencia del contagio, las residencias de mayores fueron presa fácil, asediadas y asoladas, sitiadas por el killer fueron aisladas del mundo exterior y allí los ancianos fueron entregando armas y bagajes.
Su madre no fue de las primeras víctimas. Aguantó un mes. Un mes sin verla y las pocas veces que hablaron por teléfono acabó con los ojos ahogados. Un día le dijeron que estaba con fiebre y que respiraba regular, así que la irían informando. La llamaron durante 10 tardes. Un día sin parte la hizo no esperar a la llamada vespertina y llamó. La voz que contestó al teléfono pidió tiempo…
- Oiga, su madre está muerta. ¿No se lo han dicho?
- ¡¿Qué me está diciendo?! Si antes de ayer había mejorado…
El llanto abortó sus palabras. La voz sin alma agregó…
- Si, si, está en la lista de óbitos
- Es… estaba me…jor – balbuceó atónita
- Ya sabe, la mejoría pre morten – contestó sobrado
El recuerdo de la bronca eterna de todas las tardes no dejaba de golpearla. El apetito se quedó en el auricular del móvil, un malestar general se extendió por su cuerpo, desde las manos que empujaban la silla a los pies que sustentaba su cuerpo. Era incapaz de prestar atención. No eran pensamientos los que la angustiaban, eran imágenes que se superponían para llegar a una situación de bloqueo total. El sueño había huido y cuando llegaba las pesadillas reinaban crueles espantando el descanso. Era una heroicidad salir de la cama y una gesta sentarse a teletrabajar. Donde el menor contratiempo la superaba. Agotada, irascible, desesperada… buscó ayuda. Tenía buena relación con su médico y su enfermera del Centro de Salud y en ellos pensó.
Ya no había médicos como siempre había habido, la pandemia lo había cambiado todo. El confinamiento había desertizado las calles. No consiguió hablar con el Centro, comunicaba continuamente, se acercó medio sonámbula y temerosa. La lluvia arreciaba sobre la acera formando charcos y volviendo trampas las tapas metálicas, al llegar a la puerta la pararon. No podía entrar el peligro al contagio lo impregnaba todo. La tomaron nota y le anunciaron la llamada de su médico en cuanto pudiera. Destemplada y abatida, entre temblores volvió a la casa solitaria.
Tuvo suerte, la llamó al día siguiente. Comenzó a explicarle sus dolores y su insomnio. La pérdida de apetito y la del peso, que le había dejado la ropa imponible. Que el cansancio la podía, que se arrastraba fuera de la cama de mala manera y con un esfuerzo infinito…
- Perdóneme si digo una tontería, no me lo tenga en cuenta, – la cortó el médico- pero la noto una voz muy triste…
La negación incipiente y social murió anegada en el llanto que la asaltó agazapado desde los recovecos más escondidos de su cerebro. La palabra “triste” pronunciada por el médico o quizás su tono había abierto las compuertas, de la pena, la rabia, la angustia…
¿Cómo había muerto? ¿Se habría dado cuenta? ¿Se habría ahogado? ¿Habría tenido miedo? ¿Se habría acordado de ella? ¿Habría tenido algún momento de lucidez? Cada letra mil lágrimas guardaban y cada palabra, cada frase cada interrogante llevaban un océano de tristeza asociado.
Aguantó en silencio el llanto compungido y desesperado de la paciente. No trató de vaciar palabras de consuelo, había que aceptar su dolor. Cuando creyó llegado el momento…
- ¿Quiere que busquemos un hueco para vernos y hablar de su pena?
Se vieron en varias ocasiones, lo que las circunstancias permitían. No era amigo de tirar de la química para domeñar las reacciones naturales, ni ella de empastillarse, pero se imponía la ayuda externa, a veces, no solo de palabras viven las respuestas positivas.
Habían pasado tres meses, el tratamiento farmacológico cumplió sus objetivos y el control ya era tan solo telefónico, otros necesitaban el cara a cara.
- Estoy muy bien, por fin se ha acabado los papeles y ya no lloro y tengo ganas de hacer cosas, aunque la echo de menos, pero a la de siempre, no a la última, desde el Alzheimer no era ella.
- ¿Sigue con buen apetito?
- Si, si. Como siempre. En cuanto pueda me voy con las amigas a la playa, me apetece salir de Madrid.
- El sueño va mejor, ya no tomo nada, desde la última llamada nada, pero, sabe, tengo pesadillas una noche si y otra también.
- Uuumm ¿y eso?
- Sueño con ella, mi madre me mira y sonríe, no dice nada, solo me mira y sonríe y yo me despierto sudando y muy angustiada.
- ¡Qué curioso! Normalmente yo hubiera dicho que era un buen sueño, soñar con un padre o una madre es la creencia que te siguen cuidando. Que sonría yo diría que está bien, tranquila… – dijo el médico templando mucho la voz, no quería sonar místico
- Sabe doctor yo creo que es el sentido de culpa, nunca me perdonaré haberla metido en la residencia, eso la mató
- ¿Eso piensa?
- Si, no estuvo bien…
- No sé, a mi me parece que adoptó la menos mala de las opciones, la mejor de las posibles. Y no lo hizo por egoísmo, al revés, lo hizo por amor, por intentar darle los mejores cuidados.
- ¿Usted cree?
- Los dos sabemos que su madre, si hubiera podido elegir, no hubiera querido vivir como fueron sus últimos años. Por eso sonríe.
- Gracias, muchas gracias doctor, no le robo más tiempo, que tendrá que ayudar a otros como lo ha hecho conmigo. ¿Me volverá a llamar?
- Claro, en 20 – 25 días, me lo apunto y la llamo para que me siga contando que va mejor. ¡Cuídese!
- Gracias doctor, usted también, que nos hacen mucha falta.
- Gracias