Teléfono COVID

Augusto Blanco Alfonso. Médico de Familia; C S U Reina Victoria  

Desde primera hora está el aviso: llamar hijo muerto. La salté y fui a por las siguientes: tos, fiebres, bajas, dudas… Seguía haciéndome el loco. La verdad es que con la vana esperanza de que otro aguerrido compañero cogiera el toro por los cuernos, aun sabiendo que era poco probable que ocurriera. No ocurrió. Siempre he sido capaz de encontrar un punto para consolar una muerte: “el pronóstico era terrible de aquí en adelante…”, “no sufrió…”, “él/ella había bajado los brazos, ya quería irse…!” Medias verdades, medias mentiras, que el familiar quería escuchar de los labios de una autoridad como somos nosotros, para poder creer. En una película argentina, creo que “El hijo de la novia”, al amigo borrachuzo de Darín, el protagonista, en una noche de alcohol, lúcido, le dice: “…a mi nada malo puede pasarme, yo ya he estado en el infierno, a mí se me ha muerto un hijo…” Alguna vez he hecho referencia al infierno… con escaso éxito, debo admitir. Como imagino que los demás, había mirado si estaba su médico, para pasarle el trago, pero no hubo suerte, era de las bajas en el combate viral. Me armé: busqué el tono más oportuno, programé la conversación y marqué con mis mejores respiraciones calmando o intentando calmar mi inquietud. Sonó cuatro, cinco veces… Me inundó la esperanza de que no estuvieran, de que no respondieran, para poder poner llamado a las… “no responden” y dejarlo para el otro turno. Antes del sexto tono descolgaron… Mi mezquina esperanza se perdió por el desagüe de las realidades. 

Dígame… – era una voz anciana, acorde a los 81 que anunciaba la pantalla de la historia clínica. 

Buenos días Carmen, soy el Dr. Blanco de Reina Victoria, le llamaba… 

Ah, ¡qué bien! Les llamaba porque estamos muy preocupados, mi marido y yo, verá es que se ha muerto, del “cobi” ese, nuestro hijo, era un niño del doble amor y ya había vivido más de lo que esperábamos, pero ahora se ha muerto, después de 20 días en la UVI,- después de 20 días en la uvi pensé- anoche nos llamaron para decírnoslo y estamos preocupados, no sea que nosotros también tengamos ese bicho… 

Tanta angustia, tanta preparación y a la señora solo le preocupa si ellos tendrán el bicho. ¡Qué vergüenza! Que mi silencio elaborativo, permitiera a la señora expresar su temor y a mi exhalar tranquilidad ¡Qué fácil! Solo tenía que hacer, como en tantas entrevistas, una somera aproximación a los síntomas de alarma y explicar medidas de prevención. Sonreía un tanto avergonzado. Tanto intentar pasar del cáliz y ni una lágrima tuve que enjugar. 

Me recordó a mi abuela, en tiempos cuando rondaría los ochenta, se murió uno de mis tíos carnales, al que conocía desde que éste llevaba pantalón corto, de siempre… Todos estábamos preocupados por cómo le encajaría la noticia, así que se dudaba entre decírselo o no, como llegaban fechas de reuniones inevitables y de difícil justificación su ausencia, se decidió, con mucho cuidado, comunicarle la mala nueva. Su respuesta fue categórica… 

– Que nos espere muchos años… 

Y siguió con su quehacer. Con qué facilidad prejuzgaos y juzgamos. ¡Cómo dejamos salir la Gestapo que todos escondemos!, ¡cómo nos gusta el mando, la orden! Consejos que dichos de primeras, con meliflua voz, que esperan ser obedecidos en posición de firmes, a la que nos contestan o contradicen o desobedecen damos rienda suelta a nuestra autoridad científica, con veladas advertencias, cuando no amenazas, sanitarias o legales. Me pasa cuando llamo y no me cogen el teléfono, “¿dónde están que no esperan pacientes, ¿no son pacientes?, al lado del teléfono mi llamada”. “Yo esforzándome en contener el desastre y ellos sin atender, prestos, mi llamada”. Llamada que debió llegar hace horas. Me enfada, nunca pienso que estén duchándose o en el servicio, la gente va al servicio en cualquier momento, pienso que no merecen mi esfuerzo. Y cuando llamo y el padre, la madre, el marido o la mujer, cuando no el hijo, me contestan que en ese momento no puede ponerse, que ha salido a la carnicería, un momento, que llame al móvil… mi ira se viene arriba, trastornada, y recuerdo, acusador y amenazante, que está en aislamiento, de baja por aislamiento, que es delito romperlo, que… Me pasa. Y he llegado a un punto donde no sé cómo cerrar la entrevista y anuncio, tronante, una nueva llamada mañana. 

Tenía programada desde la semana anterior la llamada. Era una enferma mía, con un cáncer de colon multimetastásico, que desde hacía una semana había entrado en fase terminal. En la última llamada ya no pude hablar con ella, hablé con el marido, que desolado me anunció lo que yo sabía era el futuro desde hacía varios meses. Todo lo que podía salir mal lo había hecho. Esperé a las nueve largas para llamar. Mientras marcaba y el teléfono conectaba despegué el episodio y pude leer el desenlace: había fallecido ayer. Sin deglutir la noticia, no por esperada menos desagradable, contestó el auricular… 

– Dígame 

– Buenos días José, acabo de ver que ayer… 

El llanto al otro lado frenó mis palabras. Entre sollozos, sorbida de mocos, hipidos y suspiros fue desgranando la situación. Estaba solo en la sierra, no le dejaban estar en el hospital y su hija le había mandado, desde hacía 15 días, al chalecito. Me lo había contado las dos o tres últimas veces que habíamos hablado. Entendía mal sus explicaciones. Imaginaba sus ojos arrasados, su gesto contraído, la última vez que vino por la consulta a darme el parte de la situación y a desahogar su pena ya le había visto mermado, los músculos poderosos, de los que presumía siempre que tenía ocasión, el destino parecían habérselos deshinchado. Intenté hilar palabras de consuelo, quedamos para vernos en cuanto pasara este demonio y llamé a la hija. No quise apartarme, el corazón se me desbocaba en el pecho y me dolía por adelantado la conversación. 

– Dígame 

– Buenos días, por decir algo, soy… 

– Ah doctor, buenos días, ya se ha enterado – Se adelantó a mi discurso. 

– Si. Acabo de hablar con su padre, pero no le he entendido bien… 

– Bueno lo mandé a la sierra, aquí solo podía coger el virus ese y no podía ayudar. Hace cuatro días la mandaron a “los Camilos”, como sabe me había cogido las vacaciones para estar con ella en el final, y allí me dejaron estar todo el rato que quise, así que estoy contenta, dentro de lo malo no ha sufrido y yo me he podido despedir. 

– Le dejaron estar, ¡qué bien! Es de lo peor de… 

– Si y me acorde mucho de lo que me dijo, que le hablara que le contara todo lo que no le había dicho, que le cogiera la mano, que la besara… Y todo lo he hecho, me daban una bata para entrar y mascarilla y guantes, pero la mascarilla la levantaba y un guante me lo quitaba para poder cogerle la mano. Estoy contenta. 

– No sabe cuánto me alegro que el final haya podido ser así. Ahora habrá que echarle un cable a José, a ver si todo esto amaina y podemos retornar a la normalidad. 

– Si, papá es el que ahora me preocupa, mamá no sufrió, se quedó dormida o la mantuvieron sedada, da igual… No sufrió. 

– Ya sabe dónde estoy, cuando tengamos consultas normales me gustaría que emplearemos un rato en comentar y ver cómo va todo. 

– Si doctor, descuide, lo haremos, y gracias por todo 

– Gracias, lo ha hecho muy bien. ¡Cuídese! Hasta luego. 

Creo que era Leonardo da Vinci el que decía que una vida bien vivida traía una muerte feliz. ¿Cómo saber cómo ha vivido alguien? No sé. Me dijeron que los médicos luchábamos contra la muerte y no es cierto, luchamos por la vida, por la mejor vida posible, pero a veces… Le había valorado un compañero médico, sus síntomas como tantos, febrícula, mialgias, tos sin ahogo y ningún factor de riesgo. Buen pronóstico. Mas por hábito al protocolo que por ver necesidad lo programó para seguimiento telefónico. A las 24 horas una enfermera jovencilla, pero entrenada en llamadas contactó con él. Dejó anotada la mejoría, no fiebre, menos tos, seguía sin ahogo solo una gran paliza, como a muchos, le aquejaba. A las 48 h repite la llamada, persiste la mejoría, solo el gran quebranto permanece. Anuncia que no llamará hasta tres días después, desea que continúe la mejoría, augura que el machaque acaba cediendo, como con tantos otros virus, y se despide entre agradecimientos. El destino reparte las cartas, pero nosotros las jugamos. Una llamada entra en administración, cuando la voz al otro lado da el nombre del paciente, la administrativa ve que ha sido programado para control dos días después por ella, le pasa la llamada, ¡qué suerte! piensa, está en el centro. 

– Si, dígame – le sorprende una voz de mujer – Verá soy la mujer, era la mujer de … El hielo la invade, “Era”, ¿He entendido bien? Desde el primer momento, el tono, la urgencia, el dolor que exuda cada sílaba la traspasa. La voz sigue informando mientras ella trata de centrar la atención en cada palabra 

– … de repente un dolor en el pecho, una opresión, se venció hacia delante y… Cuando llegaron los de urgencias solo pudieron certificar. 

El silencio breve se hizo eterno. Mostró su sorpresa, acompañó el dolor y dejó hablar. 

– No le quieren hacer la autopsia, el juez dice que solo en casos de sospecha de muerte violenta. 

Con la autopsia negada terminó la conversación. No el duelo. Buscó a sus pares, desahogó su sorpresa, su malestar… Era castellana, poco tocona, pero como habría agradecido un abrazo consolador. Se recompuso como una veterana y enfrentó el toro. Era raro la falta de emoción en la reciente viuda. Llamó de nuevo para ponerse a su disposición y las lágrimas anegaron la línea. Dejaría pasar unos días y la volvería a llamar.



     

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