Una neumonía
J… Cirujano
Fue a principios de febrero, el 12, empezando los bombardeos informativos sobre el COVID-19, algo lejano a nosotros aunque acabábamos de tener dos casos de extranjeros en nuestras dos islas más turísticas, Canarias y Baleares, a la península no llegó el primero hasta el día 24. Al anochecer sentí un brusco quebrantamiento general, seguido inmediatamente de un escalofrío terrible. Me puse el termómetro y marcó 38,2º casi al instante; estos modernos termómetros digitales marcan de inmediato. Mi antiguo artilugio de mercurio, que aún conservo, necesitaba estar diez minutos puesto «para subir». Empecé a cavilar sobre a qué podría ser debida esta subida cuando caí en la cuenta de cómo me había asfixiado al levantarme para ir a buscar el termómetro: yo ya tenía una EPOC muy avanzada, pero eso no justificaba la tremenda disnea que me aturdió de inmediato a ese mínimo esfuerzo.
Volví a levantarme para buscar el pulsioxímetro y la asfixia, que iba creciendo con cada tanda de escalofríos, se manifestó con toda su crudeza: ¡65 de concentración! Ya no me cupo duda de donde procedía esa fiebre. Pensé en hacerme una radiografía pero entre el mal cuerpo, lo avanzado de la noche y, sobretodo, el miedo a contagiarme en una urgencia atestada de procesos virales respiratorios en todas sus variantes, dada la época estacional en la que estábamos, terminé por desechar esa idea. Además ya rondaba el dichoso CONVID19, aunque por entonces fuera sólo como una gripe más, aunque sin vacuna.
Decidí por tanto auto-recluirme y conformarme con un diagnóstico solamente clínico y tratamiento empírico. Recordé que el mediodía previo, comiendo unos macarrones, me atraganté con su rica salsa de tomate. Me agarré de inmediato al diagnóstico de neumonía aspirativa, de mucho mejor pronóstico que la neumonía bilateral de la COVID-19 que ya empezaba a cobrarse sus muertos que veíamos desfilar en esa hilera interminable de camiones militares llenos de féretros que veíamos salir de Bérgamo rumbo a no sabíamos donde. Así pues, me auto-mediqué con un gramo de amoxiclavulánico cada 8 horas, el único antibiótico que tenía a mano, aunque estaba caducado hacía 3 meses, y continué con mi reclusión. El que cediera la fiebre rápidamente, aún permaneciendo una febrícula durante 3 o 4 días más, y la aparición de algunos signos más, como el esputo herrumbroso al principio y claramente hemático luego (tuve que suprimir por tanto el anticoagulante preventivo que tomo por mi fibrilación auricular paroxística), junto con un dolorcillo atípico torácico y, sobretodo, la tendencia a la desaturación de oxígeno al más mínimo esfuerzo a pesar de haberme puesto oxígeno continuo durante 24 horas al día, me ratificó en el diagnóstico de neumonía. Incrementé al máximo mis broncodilatadores con corticoides que habitualmente tomo, pero no fueron suficientes. Necesité añadir corticoides sistémicos para doblegar la hipoxia rebelde.
A los pocos días tuve que lidiar (en casa y confinado, que es como torear sin picadores ni banderilleros) con un edema agudo de pulmón que, nuevamente, respondió bien a los diuréticos y a la posición semisentada. Por fin fue remitiendo toda la sintomatología menos la disnea. Ya la tenía en condiciones normales por mi avanzada EPOC y este palo añadido no iba precisamente a mejorarla. Con todo y con eso lo peor no había pasado: habiendo transcurrido un mes y estando ya todos enclaustrados sin claustros por el CONVID19 y tras haber reducido el aporte de oxígeno solo para los esfuerzos (mi gimnasia sueca fisioterapéutica diaria) una noche me desperté a mitad del sueño con una importante disnea. De nuevo empecé a darle vueltas a mi cabeza buscando posibles causas que no conseguía encontrar.
Descarté la embolia pulmonar porque, tras desaparecer el último esputo hemoptoico volví a mi querido dabigatrán. Cogí el fonendo y me ausculté. En el hemitorax izquierdo, operado por un absceso de pulmón tras neumonía hace más de 20 años, no encontré nada reseñable, salvo alguna zona de hipoventilación y algún crepitante en la base. Pero en el derecho el silencio me horrorizó. Solo me lo explicaba con un neumotorax masivo o con un derrame pleural brutal, aun admitiendo que la auscultación de un pulmón con múltiples bullas enfisematosas es complicada para un experto internista, más para mí que era cirujano, aunque de los que usaban fonendo. Necesitaba con urgencia aclarar el dilema: Para un neumotórax el debut no fue lo suficientemente brusco y para un derrame masivo todo lo contrario. Era preciso recurrir a una radiografía. Para la radiografía tendría que ir a urgencias, bien del Centro de Salud o del Hospital. Y allí me iba a encontrar con la marabunta de pacientes catarrales, griposos y coronavíricos que algo me terminarían contagiando en mi ya maltrecha salud, lo que sin duda acabaría conmigo. El miedo me paralizó una vez más y volví al oxígeno durante 24 horas, esta vez sin antibióticos, pues desde que me recuperé de la primera fase de mi neumonía la temperatura no alcanzaba los 36º.
Seguí cada día más aterrorizado, auscultándome para ver si soplaba un roncus de esperanza pero no sonaba la más de las humildes crepitaciones. Mis entendederas no acertaban a clarificar el diagnóstico y mucho menos a atisbar un posible remedio, salvo el sintomático del oxígeno. Y, por supuesto, descarté de inmediato la neumonía por el Covid porque no me interesaba en absoluto. Inconvenientes o ventajas del autodiagnóstico y del autotratamiento, según se mire. Al tercer día de esta terrible situación sepulcral, como el de Getsemaní, tuve una brillante idea: consultar con mi amigo neumólogo de cabecera cuyo nombre no quiere que aparezca aquí. Controlado como es él, me informó de una consulta neumológica de urgencias que nuestro hospital había organizado, en edificio aparte y con separación de pacientes coronavíricos y neumológicos en general. Allí además me podrían hacer la ansiada radiografía, que por otro lado temía pues si se confirmaban mis sospechas tendría que ingresar en el hospital para el correspondiente drenaje aéreo o líquido. Pero me recomendó quedarme en casa protegido de contagios. Pensaba podía tratarse de una inflamación posneumónica aséptica y me recomendó una nueva tanda de corticoides sistémicos. Mano de santo. Empecé a respirar de nuevo como antes de este desagradable retroceso y hoy ando entretenido en empezar a bajar las dosis del deflazacort progresivamente, aunque los dolorcillos torácicos retroesternales al respirar, sobre todo al inspirar, y la importante desaturación al más mínimo esfuerzo me tienen mosqueado…