¿Abandonar la Medicina?

Jesus Millán. Catedrático de Medicina Interna de la Universidad Complutense, Jefe de Medicina Interna del Hospital General Universitario Gregorio Marañón y Presidente de la Sociedad Española de Educación Médica

Resumen: “Os voy a regalar una toalla; no para que la tiréis, sino para que os sequéis el sudor y sigáis”. Este es uno de los mensajes con los que el Jefe de Servicio de Medicina Interna del Hospital Gregorio Marañón, Jesús Millán, animaba en sus chats (WS) diarios, durante los peores días de la “tragedia”, a los miembros de su equipo para que continuasen su trabajo al día siguiente. En este ensayo el Dr. Millán nos ofrece su testimonio de lo vivido y sentido por el mismo, lo que nos aproximará seguramente a las experiencias y sentir general de una gran parte de los médicos que han estado atendiendo a la población en primera línea (con el “mono de trabajo puesto” como él dice) durante esta pandemia causada por el SARS-CoV-2. El mismo define esos días en el hospital como “una experiencia profesional tan dramática nunca antes vivida”. El Dr Millán expone también la sensación contradictoria que esta pandemia ha representado para él: por una parte un estímulo, fuente de energía y reflejo de lo mejor de la Medicina y de cualquier médico, pero al mismo tiempo mostrando algunas de sus consecuencias más negativas, sobre todo, para la profesión médica: la declaración de muchos médicos de querer abandonar la medicina, pero también la ineficacia de epidemiólogos, salubristas a la hora de ofrecer soluciones o prever los problemas o el comportamiento que muchos ciudadanos y gestores políticos, entre otros han exhibido y siguen aún exhibiendo.

Giving the Medicine up?

Summary: “I’m going to give you a towel; not so that you throw it away, but so that you can dry your sweat and continue”. This is one of the messages with which the Head of the Internal Medicine Service of the Hospital Gregorio Marañón, Jesús Millán, encouraged the members of his team in his daily chats (WS) during the worst days of the “tragedy” to to continue their work the next day. In this essay, Dr Millán offers us his testimony of what he has experienced and felt, which will surely bring us closer to the experiences and general feeling of a large part of the doctors who have been treating the population on the front line (with the “wearing overalls” as he pointed) during this pandemic caused by SARS-CoV-2. He himself defines those days in the hospital as «such a dramatic professional experience never before experienced.» Dr Millán also exposes the contradictory feeling that this pandemic has represented for him: on the one hand, a stimulus, a source of energy and a reflection of the best of Medicine and any doctor, but at the same time showing some of its most negative consequences, above all, for the medical profession: the declaration of many doctors of wanting to giving medicine up, but also the ineffectiveness of epidemiologists, public health professionals when offering solutions or anticipating the problems or the behavior that many citizens and political managers, among others, have exhibited and are still exhibiting.

Ha sido una experiencia trágica, con un gran desgaste por parte de los profesionales que lo hemos vivido con una enorme frustración. Todo ha sido excesivamente duro desde el punto de vista personal y emocional. Desde el punto de vista profesional nunca había vivido una experiencia tan dramática y tengo ya 69 años. Es cierto que como médico ha sido también una experiencia inédita al encontrarnos con una nueva enfermedad que formará parte de la historia de la Medicina, que es algo así como formar parte de la historia de la humanidad. Lo cierto es que hemos hecho frente a una enfermedad casi “inmanejable”, escurridiza, haciendo historia en el día a día y aprendiendo día tras día. Nunca habíamos dispuesto de tantísimos estudios, ni hubo tanta bibliografía y tan rápida, y eso mismo hacía difícil la interpretación porque unos estudios se contradecían con otros, lo cual daba pie a los bulos y a las versiones alucinantes que han circulado entre la población, de manera que buscar el rigor científico era muy difícil y en ocasiones no lo encontrábamos; ni en cuanto al virus, ni en la definición de casos, ni en cuanto a la cadena epidemiológica, ni sobre los mecanismos de transmisión, ni la letalidad, ni sobre las medidas preventivas. Muchas veces hemos actuado empíricamente y, de hecho, meses después de los momentos más críticos vividos en marzo y abril, nos encontramos con que ni siquiera tenemos una doctrina firme y segura en cuanto al tratamiento. Esta enfermedad nos ha superado inicialmente en cuanto a su manejo profesional. 

También es verdad que hemos aprendido mucho. Hemos aprendido sobre la forma de enfrentarnos a una nueva enfermedad, en la forma de responder individualmente, en las responsabilidades que tenemos con nosotros mismos, con nuestra vocación, con los pacientes, con la ciencia y con la sociedad, pero también hemos recibido una cura de humildad por no saber, muchas veces, qué teníamos que hacer. Todo ha sido excesivamente duro, el miedo, la preocupación, la impotencia, la incertidumbre es lo que ha predominado. Como experiencia personal ha sido la peor que nos podíamos haber encontrado. “Quién nos lo iba a decir” sería una forma de expresarlo. 

Yo he sentido mucho dolor al ver que, en el día a día, no éramos capaces de superar las situaciones que se nos iban sumando: cada día teníamos más médicos de baja, menos fuerza, menos seguridad, más pacientes, más muertos, más pena, más frustración, más dolor a nuestro alrededor. Ese dolor se reflejaba no sólo en los pacientes, también entren nosotros los médicos. Ver a tus compañeros que se acercan y te dicen “¡no puedo más!” es muy frustrante, te vas al despacho y estas sobrecogido con lágrimas en los ojos. En mi caso, con algo más de doscientos médicos batallando contra esta enfermedad, intentas explicarles que por muchos pacientes que se te mueran va a haber muchos más que los vamos a salvar…Pero ver salir a un médico llorando de la habitación porque un enfermo le ha dicho que como sus familiares no pueden venir que se despida de su familia, eso es muy duro. Como también lo es, si estás sólo, tener que dejar un sobre encima de la mesa de tu casa porque cuando te vas al hospital a trabajar no sabes si vas a volver; y en ese sobre dejas las instrucciones de lo que debe hacer tu familia si no vuelves… eso es realmente muy duro de asumir un día detrás de otro. Junto a esto, es verdad, está también el trabajo y el esfuerzo compartido, la generosidad, el sentimiento irrefrenable de que tienes que ayudar a los demás sin regatear esfuerzos. Eso es un aprendizaje que también hemos recorrido todos. Descubres que todos los médicos estamos en el mismo barco, que muchos especialistas que son “superespecialistas” de algo, se transforman simplemente en médicos, que gracias a esta pandemia se han reencontrado con la profesión y que te ayudan a salir adelante. En mi servicio de Medicina Interna del Gregorio Marañón hemos contado con ciento cuarenta o ciento cincuenta especialistas de otras áreas que nos han ayudado a sacar los centenares de pacientes que cada día teníamos ingresados. Esto es lo único que te hace superar cosas tan dramáticas como cuando recibes a las diez de la noche un chat de un médico del servicio diciendo:

  “He estado de refuerzo hasta las diez de la noche.
Me voy a mi casa porque tengo que descansar para mañana seguir, pero me voy con pena porque los de la Urgencia, los de la guardia lo van a pasar muy mal, muy mal.”

Ha sido una experiencia terrible desde el punto de vista médico, pero desde el punto de vista humano ha tenido este enriquecimiento personal de la generosidad, del trabajo en equipo y del esfuerzo compartido. Lo peor ha sido el agotamiento físico y emocional; pero lo mejor el haber hecho lo que teníamos que hacer, haber cumplido con el deber.

Yo he mantenido y mantengo un chat (WS) con todos los médicos del servicio. Ese chat era una locura en los peores días de la pandemia (ordenes, instrucciones, altas, ingresos, distribución de médicos…) Todas las noches les escribía mensajes de ánimo y agradecimiento, así como alguna instrucción. Una noche, después de un día especialmente duro, les dije:

“Os voy a regalar una toalla; no para que la tiréis, sino para que os sequéis el sudor y sigáis”

Al terminar las semanas trágicas, les he regalado a cada uno de ellos una toalla con la inscripción «MI-GM-2020» (Medicina Interna-Gregorio Marañón-2020) para que recuerden que todo merece el esfuerzo que hacen como médicos, para no rendirse jamás.

Nuestra especialidad, la Medicina Interna, se ha ocupado aproximadamente de un 70% de todos los miles de pacientes que han ingresado en los hospitales y eso tiene también su repercusión negativa. En un estudio realizado por nuestra sociedad científica, la SEMI, aproximadamente el 60% de los internistas han o hemos pensado alguna vez en abandonar la Medicina después de esta experiencia. Esto es muy duro. En muchas ocasiones nos hemos sentido incapaces de seguir. “Yo no he estudiado Medicina para esto. Lo he hecho para velar por la salud, salvar vidas, etc. Pero esto es superior a lo que yo pensaba que la Medicina me iba a exigir”. Aquí interviene también la vocación y la responsabilidad de cada uno consigo mismo, pero la experiencia de la Medicina Interna ha sido terrible. No nos encontrábamos bien y hemos necesitado soporte psicológico para poderlo sobrellevar. Decirle a un paciente, sin ser cruel, la verdad de su situación, de lo que va a ocurrir, que es que hemos llegado al final —por decirlo de alguna manera—, no siempre es fácil. También es verdad que la mayoría de las veces los pacientes, aunque de manera insensible, no explícita, lo sabían y se daban cuenta de ello. Esos son momentos duros de la comunicación porque se hacía muy difícil abrir esperanzas, aunque los pacientes saben cuándo las cosas no van bien.

También nosotros hemos debido afrontar situaciones difíciles. Si vivías sólo, dejando el sobre encima de la mesa cada día; y si no, procurando mantener una rutina estricta para evitar la posibilidad de contagiar a los tuyos viendo, como veíamos a diario, cómo la enfermedad se llevaba a tantos enfermos por delante. Yo he estado sólo durante todo el confinamiento y en las semanas posteriores. Mi familia estaba cada uno en un sitio  porque parecía lo más lógico por seguridad. Hemos estado en contacto permanente, dándome ánimos, pero separados y viéndonos por los móviles. Sólo al cabo de cinco meses hemos podido reunirnos todos, incluido uno de mis tres hijos, médico, que vive y trabaja en Irlanda y también estaba batallando allí.

Esto que nosotros vivíamos de puertas para adentro del hospital no se compadecía con lo que oíamos y veíamos fuera. Mi percepción es que la sociedad no se daba cuenta de lo que realmente estaba pasando en los hospitales, en nuestras casas o en nuestras familias; no sabía la tragedia que vivíamos a diario. La sociedad estaba respondiendo, incluso de una manera heroica, durante el confinamiento, pero al mismo tiempo eso le impedía comprender y valorar auténticamente la dimensión de la tragedia. Es verdad que había datos de que la sociedad estaba con nosotros y que nos apoyaba desde la distancia. Recuerdo el 14 de marzo, que fue el primer día de los aplausos en los balcones, que a las diez y media de la noche, en el chat nuestro del Servicio, alguien pone: “¡Nos quieren, jefe!”.  Eso nos animaba un poco, pero realmente más allá de eso, los ciudadanos no sabían las dimensiones de la tragedia que estábamos viviendo en los hospitales: que los despachos se habían transformado en salas, que los gimnasios eran las salas de espera de urgencias, que la biblioteca se había transformado en una UVI, que la gente estaba haciendo un esfuerzo tremendo y que hemos estado más de tres meses sin faltar un solo día al hospital para atender a nuestros pacientes y organizar la asistencia. La sociedad ha demostrado que nos quiere, que aprecia nuestra labor, pero como algo genérico, no porque tuviera detalles concretos que reforzaran esa percepción. Nuestros residentes, por ejemplo, pusieron en marcha una iniciativa para promover correos electrónicos con mensajes de ánimo a los enfermos y durante las primeras semanas se llegaron a recibir en el hospital más de 30.000 correos. Siento que esa percepción mía de que la sociedad no ha sido consciente de la gravedad de lo ocurrido todavía pervive. Sigue habiendo personas que infravaloran la importancia de las medidas de protección, o las estrategias para prevenir la infección por coronavirus y los rebrotes que hemos visto meses después del confinamiento y de lo peor de la pandemia. Para nosotros resulta especialmente triste ver que, en julio o en agosto hemos vuelto a crecer en número de casos, de hospitalizados, de ingresados en cuidados críticos y de muertos, más que en ningún otro país europeo. No sé si la gente es consciente de esto. Creo que no porque no lo ha visto. 

Una vez, durante una de las fases de la desescalada, surgieron las célebres “caceroladas”. Obviamente iban dirigidas contra quienes iban dirigidas y no soy nadie para enjuiciar los motivos de cada cual. Pero un día, al llegar a casa a las ocho menos cuarto, después de trece horas sin descanso en el hospital, tumbado en el sofá, al cabo del rato «empieza la cacerolada» debajo de mi casa. Era lo que me faltaba. De manera que, bajo a la calle y me dirijo a alguien que con una lata especialmente sonora y molesta estaba paseándose arriba y abajo por delante de mi portal. Le indico que quizás no fuera ese el sitio más adecuado para esa protesta porque yo no me creía merecedor de una cacerolada y que si tenía algún destinatario concreto, que se fuera a hacerla a su lado. No me contestó nada y siguió, con el desprecio más absoluto, golpeando la cacerola con más fuerza todavía. Esta anécdota es un indicativo de que aquí, cada uno ha ido a lo suyo, sin ser realmente conscientes de lo que estábamos sufriendo y pasando, de la tragedia a la que teníamos que hacer frente en los hospitales. Eso, según parece, debería ser cosa de otros: de nosotros. 

Puestos a reflexionar sobre lo sucedido creo igualmente que los teóricos nos han fallado. Hemos salvado la situación aquellos que nos hemos puesto el mono de faena y nos hemos subido al andamio. Pero los epidemiólogos, los salubristas, los que debían haber predicho la que se nos venía encima, no han sido capaces de abrir la boca ni hacer la más mínima predicción de cuándo, cómo y dónde iba a surgir la situación explosiva. Esto lo reconocen hasta los mejores especialistas de salud pública. Semanas más tarde empezaron a interpretar lo que había pasado, algo que en realidad no nos hacía falta porque contar enfermos y muertos ya sabemos nosotros. Aun hoy, algunos de estos teóricos se limitan a formular principios generales, pero nadie sigue siendo capaz de predecir situaciones concretas. Si alguien sabía lo que iba a pasar, ¿por qué no lo dijo y lo publicó en un periódico nacional o en la radio o en la televisión?  Sencillamente les pilló tan de sorpresa como a los demás, sin capacidad de reacción. Ahora todo el mundo «sabe», «interpreta», «señala lo que hay que hacer». Pero la realidad es que los teóricos nos han fallado. En mi Servicio de Medicina Interna, el día 9 de marzo tenía 6 pacientes COVID-19; el día 2 de abril tenía 745 pacientes ingresados y se morían a razón de un 10%. Eso lo tuvimos que manejar nosotros solos con la ayuda del sistema sanitario en «acción», desde el equipo directivo hasta el último pinche de cocina o la última limpiadora.

Ha sido un drama en todos los órdenes. Antes de este extraño verano de 2020 nos ha tocado firmar certificados de defunción de personas que habían fallecido sin tener referencias familiares y que la Comunidad les iba a facilitar el enterramiento. Y eso sin contar con aquellas personas que han fallecido y que, aún teniendo familiares, no se han podido despedir de ellos. Hemos visto dramas donde se sumaba el padre, acto seguido la madre…Ese médico que sale de su casa por la mañana y que no ha vuelto ya, se ha sentido mal, le han hecho una radiografía, se queda ingresado…y no ha vuelto. Eso es excesivamente duro, eso no se debería repetir, no nos gustaría que se repitiera… La gente no ha tenido acceso a esas vivencias. Y ahora, como en los peores momentos de la pandemia, convendría repetir que hay que reprobar públicamente determinadas actitudes de algunos grupos que no contribuyen, precisamente, a que la sociedad, al unísono, sea consciente del drama. 

La clase política, en general, yo creo que no se ha portado bien, ha utilizado esta tragedia para reprocharse cosas. Yo creo que eso, al menos en mi memoria, va a permanecer siempre. No era el momento. En medicina utilizar la tragedia y la enfermedad para echarse en cara cosas, me parece impropio reprobable. Lo mismo que el hecho de que una parte de la clase económica se enriquezca con una tragedia como ésta. Eso no es de recibo y la prueba más evidente la estamos viendo con el tema pendiente de la futura vacuna. Esto es una tragedia mundial y por eso mismo no puede servir para enriquecerse. Hacer una vacuna es muy costoso, pero los gobiernos están obligados a financiar toda la investigación que sea necesaria para obtener una vacuna, sin regatear esfuerzos ni medios económicos. Y una vez la tengamos, eso ha de ser patrimonio de la ciencia, y no debe ser utilizada para enriquecerse. Es como cuando se descubrió el genoma humano, que hubo acuerdo mundial en no patentarlo; es propiedad de la ciencia, es patrimonio de la humanidad. Hay momentos estelares en la Medicina donde la salud humana es lo que se debe priorizar, no la economía ni las ideas políticas.

En definitiva, la pandemia ha puesto a prueba nuestra capacidad de respuesta como médicos, como personas y en nuestro caso también como profesores. ¡Ojalá no se repita jamás!.



     

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