La Música en el cuerpo
Jose Manuel Garzón Hernández. Médico especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Centro de Salud de Trevías (Área Sanitaria I de Asturias)
Se llamaba Ramón Mendoza Llanes*, pero nadie sabía su nombre. Todos le conocían por “Jerezano Malo”, el mejor cantaor flamenco desde la muerte de Camarón, a cuyas faldas había crecido y de quien se sentía su discípulo más aventajado. Desde hacía tiempo sentía molestias digestivas, pequeños dolores y sensaciones desagradables que le asaltaban, de continuo, en el sillón, durante la siesta que jamás perdonó ni uno solo de los días de su vida; o en la cama, después de cenar y ejercitar un rato la voz antes de rendirse a la noche. Ramón, después de despertarse en una madrugada con grillos en el estómago, como él decía, decidió ir al médico en busca de soluciones. Así es que, con su mujer, sus ocho hijos artistas o toreros, y demás familia, como era costumbre en los de su raza, se presentó en mi consulta.
Escuché atentamente todas sus respuestas a las preguntas que le iba haciendo para encontrar el origen de sus problemas digestivos. Una vez terminado el interrogatorio, le indiqué la camilla y le dije que se desvistiera por completo, puesto que debía explorarlo con detenimiento. Mandó salir a su mujer para que no le viera desnudo y, con parsimonia gitana, fue desvistiéndose y colocando cada prenda, cuidadosamente doblada, en la silla o colgada en el perchero.
Cuando hubo terminado me avisó y comencé la exploración. Sentado a su derecha palpaba el vientre algo hinchado y él me iba indicando las zonas donde el dolor se aparecía. No notaba nada reseñable; pero el dolor era más vivo según me acercaba a la ingle izquierda. En éstas estaba cuando, al retirar el calzoncillo para observar la zona inguinal, encontré lo que sólo momentos antes comenzaba a sospechar.
-Eso es, Ramón. Aquí está la respuesta a sus molestias. Estaba palpando una hernia inguinal de notable tamaño que pude reducir con la simple presión de la palma de la mano, lo que indicaba que todavía no estaba estrangulada, para bien del cantaor.
-¿Dónde, doctor?
-Aquí, Ramón, incorpórese y verá. ¿Desde cuándo tiene aquí este bulto?
-¿Eso, doctor? Dijo, señalando con el dedo la hernia.
-Sí, Ramón. Es una hernia inguinal y es la que provoca sus molestias digestivas porque impide el movimiento normal de su intestino, contesté, científicamente.
-No, doctor, eso no es una hernia.
-¿Cómo? Contesté, perplejo.
-Es el duende. Mi duende, respondió orgulloso. Le explico, doctor, dijo al ver mi cara de sorpresa. Hasta hace tres años yo era un cantaor del montón. De esos que, para sobrevivir, tenía que trabajar de cualquier cosa, camarero, cocinero, guía turístico, chofer… porque mi arte no daba de comer a la familia. Sin embargo fue, si no recuerdo mal, en la primavera de hace tres años cuando, estando en mitad de un concierto, sentí un pequeño dolor en el bajo vientre. Sin dejar de cantar, palpé este bulto bajo el pantalón. Desde entonces, doctor, soy capaz de interpretar con más sentimiento y siento mi voz surgir más honda y serena. Todo el mundo lo comentó, al final del concierto. Incluso tengo un recorte de periódico con una crítica de la actuación que titulaba: “y el malo encontró el duende”, comentó orgulloso, enmarcando con las manos el titular en el aire. Desde ese día, doctor, cuando canto y este bulto no aparece, no entono como es debido, con esa voz que sale de las entrañas. Pero si soy capaz de que aparezca, que dios me perdone por lo que voy a decir, pero sólo Camarón me puede igualar.
He de confesar que no encontré palabras con las que responder a tan mágica explicación. Comprendí que nada podía hacer para convencer a Ramón de lo contrario. Aunque lo que él llamara duende fuese una hernia inguinal que liberaba de presión su cavidad abdominal y, por contigüidad, la cavidad torácica, lo que permitía mayor capacidad de inspiración, mayor potencia de voz y mayor control de la modulación. A pesar de todo, intenté aclararle que ese bulto corría el riesgo de estrangularse, que probablemente lo haría tarde o temprano, y provocaría una peritonitis que podría llevarle a la muerte. Pero Ramón nada quiso escuchar. El duende no se tocaba ni aunque le aseguraran que iba a morir nada más cerrar la puerta de la consulta. Por eso me limité a prescribirle un tratamiento que paliara, en la medida de lo posible, sus molestias digestivas. Y le despedí con la promesa de acudir a alguno de los conciertos que el verano siguiente daría en la ciudad.
Pasaron dos años desde aquella visita. Y una mañana, mientras desayunaba, leí en el periódico que el “Jerezano Malo” había muerto en el hospital la noche anterior, horas después de realizar, en el Teatro Real de la ciudad, el mejor concierto que se recordaba de un cantaor en toda la historia del flamenco. Rápidamente llamé al compañero que había estado de guardia y supe que la causa de la muerte fue una peritonitis complicada. Cuentan que, mientras le trasladaban en la ambulancia al hospital, musitaba: hasta aquí me ha traído mi duende. Por favor, no me lo toquen.
Desde ese día cambió, en algún modo, mi forma de entender la ciencia médica. Gracias a las lecciones de Ramón, comprendí que cada parte del cuerpo se corresponde con un tipo de música. Y después de complicados razonamientos, actualizando mi sabiduría musical para ponerla en relación con mis saberes médicos he llegado a, cuando menos, curiosas conclusiones: cuando pienso en una úlcera de estómago, me vienen a la memoria los acordes del bandoneón de Piazzola o la singular voz del “Polaco” Goyeneche o de Adriana Varela, porque el tango se toca, se canta y se siente con el estómago. Si, por el contrario, hablamos del corazón, nada mejor que una buena selección de boleros que den sentido a los latidos del músculo. Y qué decir del hígado, cómo no pensar en Chavela Vargas, por aquello de que las rancheras están impregnadas de buen tequila mexicano. Cuando se me presenta un caso relacionado con el cerebro, necesito el pulso firme y el ánimo tranquilo y, entonces, nada mejor que Vivaldi o Mozart, Schubert o Chopin. Porque la ópera la reservo para que me inspire aire y potencia en las consultas de pulmón. Si estoy de guardia siempre tengo preparada una buena cinta de Led Zeppelin o la Credence, porque su rock es el mejor en casos de urgencia, cuando hay que mantener alta la tensión del médico para actuar con determinación. He hablado con compañeros oftalmólogos y, después de superar su incredulidad y sorpresa ante mis preguntas, han reconocido que admiran la música y la voz de Dulce Pontes, Madredeus o Amalia Rodrigues. Porque el fado es, sin duda, la música que está más cerca de las lágrimas. Y por último, siempre que ante mí tengo una consulta digestiva, cuando con mis manos exploro el vientre del paciente, quiero tener al lado la voz rasgada y profunda de mi amigo “el malo”, porque decía que el flamenco se cantaba con las entrañas y porque yo, como él, creo firmemente en la música del cuerpo.
(*) es un nombre ficticio
Excelente, he aprendido que mediante la narrativa podemos enseñar de manera creativa y algunas veces divertida.