El paciente que no nos gusta. Riesgos éticos.
Manuel Campiñez. Médico de Familia. Barcelona
Resumen: Las situaciones difíciles en la consulta (y los pacientes difíciles), representan un reto de primer orden para el médico por sus consecuencias éticas y su repercusión en los resultados asistenciales y en su propia salud mental. El autor argumenta con claridad ofreciendo argumentos éticos que justificarían actitudes de afrontamiento y no de evitación de estos pacientes a la vez que ofrece algunas estrategias de utilidad para afrontarlas y salir lo más ileso posible e invita al lector a hacer lo propio
The patient that we dislike. Ethical risks
Abstract: Difficult situations in the consultation (and “heart sink” patients), represent a first order challenge for doctors with ethical consequences and repercussion in the healthcare outcomes and also in physician own mental health. The author argues clearly about this situations offering ethical arguments that would justify coping attitudes and not avoidance of these patients, while offering useful strategies to face them and get out as unwounded as possible and invites the reader to do the same.
¿Les ha pasado alguna vez que solo de ver el nombre de un determinado paciente apuntado en la lista del día sufren un cólico abdominal repentino? ¿O entran en pánico? Cuando hago ese tipo de autorrevelaciones en una jornada docente veo caras de complicidad, sonrisas y asentimientos. No escogemos a las personas a quienes atendemos, a pesar de que un análisis de cargas revelará fácilmente que hay cupos emisores y cupos receptores de pacientes. Especialmente de los que suponen un reto. Tampoco sería deseable seleccionar solo a los que nos lo ponen fácil, pues iría claramente en detrimento de nuestra capacidad resolutiva y conduciría a un bloqueo de la competencia. De modo que tenemos que lidiar con ellos, y eso es bueno, pero conlleva unos riesgos.
Me centraré en esta reflexión en los riesgos éticos.
Hay clasificaciones en diversos textos clásicos de relación clínica de los que denominamos un “paciente difícil” en las que no entraré. Otros autores prefieren definir “situaciones difíciles”, pues no depende solo del paciente, sino en gran medida del entorno asistencial en el que nos movemos, y por supuesto del profesional. El paciente que para mí puede suponer un reto asistencial para otro compañero será estimulante y viceversa.
Pero seamos honestos. Estamos hablando de personas que nos caen mal, que huelen mal, que se quejan de todo, que nada les va bien, que vuelven y vuelven y nunca nada se resuelve, que nos insisten en peticiones peregrinas, que tratan de seducirnos y nos producen repulsa, que saben más que nosotros, que demandan cosas poco realistas, que se expresan de una manera que dificulta la comunicación, que no atienden a razones…
Si hiciésemos un análisis de cada uno de esos casos, en muchas ocasiones veríamos que las demandas no resueltas suelen ser la causa de la hiperfrecuentación, o que una mejora de las habilidades comunicativas permite abordar las dificultades con mayor posibilidad de entendimiento y prevenir el error clínico, por ejemplo. Pero, ¿cuáles son los riesgos éticos que comporta el paciente que no nos gusta?
Ética de mínimos. No maleficencia y justicia.
Una distorsión emocional por una repulsa hacia quien debemos de atender puede alterar nuestra capacidad de establecer una buena relación terapéutica, basada en la confianza mútua, el respeto, la cordialidad y la asertividad y un espíritu colaborativo. No es deseable por tanto hipotecar la relación terapéutica por no ser capaces de sobrellevar esos encuentros, y podríamos perjudicar al paciente.
Si vamos un paso más allá, las distorsiones comunicativas y la falta de confianza harán que obtengamos datos pobres de la anamnesis, no digamos ya cuando nuestros prejuicios entran en juego, y entonces el error clínico está al acecho. Por tanto, saber enfrentarnos a esas situaciones no es ya deseable: es un deber ético para no hacer daño.
El esfuerzo que debemos de dedicar, no obstante, a aceptar esos retos, a tratar diferente al que es diferente, y de aquí el principio de justicia, puede conducir a un desgaste que repercuta a su vez en la atención que vamos a prestar al resto de personas a quienes atendamos ese día, por ejemplo, y tener una consecuencia directa en la atención sanitaria. Y en el peor de los casos, cuando nos llevamos a casa el malestar, ir labrando una sensación de desgaste profesional nada recomendable.
Ética de máximos. Beneficencia y autonomía.
En nuestro esfuerzo por resolver las situaciones incómodas podemos pecar tanto por exceso como por defecto, accediendo a peticiones no justificadas para deshacernos de un paciente que nos resulta “pesado”, o negándoselas sin justificación a aquel que “nos cae mal”. Nosotros también estamos expuestos a la “reactancia emocional”, y basta que un paciente nos diga que quiere una cosa para que se la neguemos, porque claro, nosotros sabemos lo que tiene el paciente, y no al revés. Un sobre-diagnóstico (y un sobre-tratamiento, ¡cuidado!), o un error por omisión, pueden suceder en estos casos y repercutir sobre el principio de beneficencia, al negarle algo al que lo necesita, o dárselo en exceso –y perjudicarlo- al que no lo necesita.
En la línea de lo anterior, y más allá del “quién manda aquí”, también es recomendable tener sumo cuidado con la información que estamos aportando para que los pacientes puedan tomar decisiones de manera autónoma, y por supuesto estar dispuestos a aceptar su derecho a tomarlas de manera autónoma, trabajando idealmente para tomarlas de forma compartida.
Minimizando riesgos.
Una asistencia sanitaria de calidad debe de sustentarse sine qua non en el respeto de los principios éticos. Y cuando las situaciones que nos resultan difíciles están condicionadas por un determinado paciente o un entorno desfavorable, nos dejan poca capacidad de maniobra para intervenir. Al paciente no lo vamos a cambiar, y tendremos que saber aceptarlo como es, pero si estamos visitando a 50 pacientes al día, quejarse a los gestores no es una opción, es un deber ético, por lo expuesto anteriormente.
La buena noticia es que los factores que dependen del profesional sí está en nuestras manos cambiarlos. Entrar en profundidad en todas las posibilidades de mejora daría para un máster, pero me permito ofrecer aquí algunas sugerencias basadas en la observación de interacciones clínicas analizadas por grupos de expertos:
1. Somos personas, permitámonos emocionarnos.
Si alguien nos cae mal, nos cae mal. Si nos enfuerece, entristece, irrita el paciente, legitimemos esas emociones y permitamos que nos atraviesen de una manera ordenada. El intento de “control emocional” frustrado conduce a una inevitable amplificación de la emoción. Por el contrario, la vivencia de la emoción que no nos gusta de una manera natural, aceptándola, la minimiza. Si tenemos que tomarnos una pausa porque nos puede lo emocional, es el momento de hacerlo. Las estrategias basadas en el mindfulness pueden resultar especialmente útiles aquí, no obstante, para detectar de manera precoz, y ayudar a revertir o transformar, dentro de lo posible, nuestra activación emocional.
2. Pongamos en marcha el chivato de los juicios de valor.
Los prejuicios conducen a error, siempre, porque no son evaluativos, surgen desde una óptica forzosamente limitada. Es posible detectar nuestros prejuicios si nos entrenamos a ello, simplemente estando atentos a las etiquetas que les colocamos a las personas a quienes atendemos. Si acostumbramos a decir “es un rentista”, “es un alcohólico”, “es un hiperfrecuentador”, en lugar de “creo que esta persona exagera sus molestias para que le alarguemos la baja médica”, “el consumo excesivo de alcohol lo está perjudicando” o “resulta extraño que me visite tantas veces, a lo mejor se me ha escapado algo”, estamos cayendo en la trampa de la etiqueta. Muchas veces las etiquetas y los prejuicios pueden ser inherentes a la “cultura de equipo”, y entonces es cuando los escuchamos en las sesiones clínicas o en la sala del café. ¡Doble alerta! Cuando esto sucede, merece la pena detenerse a reflexionar con el resto de compañeros sobre cómo utilizamos nuestro lenguaje.
Y también es posible ampliar nuestra óptica desde una curiosidad genuina y un esfuerzo por comprender al otro. No hablamos ya de empatía, no se puede empatizar con lo que no se comprende, pero sí se puede tratar de comprender si se cambian “los filtros”. En la era de instagram, mi recomendación es que visiten en modo #nofilter.
3. Aprendamos a reconocer nuestras limitaciones.
Si el paciente que me lo hace pasar mal es porque tiene bronquitis y me estoy quedando oxidado con el tratamiento de la bronquitis, toca ponerse a estudiar. Lo mismo sucede con las habilidades comunicativas. Poco o nada nos han enseñado a la mayoría en la carrera sobre asertividad o sobre empatía, pero si vamos cojos en eso, hay excelentes docentes que les pueden echar un cable. Y cuando no sepamos más, o no podamos más, ¡pidamos ayuda! Una evaluación por pares de un caso, o exponerlo en la sesión clínica, nos puede aportar puntos de vista que no conocíamos, o enseñarnos perspectivas de abordaje que nos pueden resultar tremendamente útiles. Si lo damos ya todo por perdido, y hay riesgo de hacer daño o de equivocarse, la ayuda debería de solicitarse y llegar de manera urgente.
Les invito a ampliar la lista hasta donde se les ocurra, hasta donde su experiencia les sugiera, y a transmitirlo a sus estudiantes y residentes. Empiece aquí y ahora mismo enviando su estrategia particular en respuesta a la lectura de este artículo …