Un aprendizaje doloroso

Sara Aldea Campillo. MIR Medicina familiar y comunitaria Sector I Zaragoza.

Era una mañana soleada de mayo cuando acudimos a realizar un domicilio programado de una de nuestras pacientes. En un pequeño piso de un barrio zaragozano, nos recibe María, de 45 años. Un hogar, cálido y acogedor, enfrenta los días más duros de su vida. María, acompañada por su marido, Juan, y su hijo adolescente Pablo, ha sido diagnosticada de un cáncer de páncreas y se encuentra en fase terminal, ahora en seguimiento por el ESAD.

Cuando llegamos, tanto el marido de María como ella misma nos invitaron a tomar asiento en su sofá. Hablamos sobre las últimas citas con oncología y sobre los síntomas que presenta actualmente y que el equipo del ESAD ha tratado y controla con visitas domiciliarias cada dos semanas.

María nos reitera su deseo de morir en casa, rodeada de sus familiares más cercanos. Nos mira con los ojos empañados y nos insiste en su deseo de no acudir a un hospital en sus últimos días. Este anhelo no solo refleja que quiere permanecer cerca de las personas que más quiere, sino que, la firmeza con la que nos lo transmite y que contrasta con su debilidad física extrema, nos marca en su determinación de decidir, y a la vez, de mantener su dignidad y la paz en sus últimos momentos de vida.

Entonces coge la mano de mi tutora y la mira directamente a los ojos. El resto podemos ver en su mirada el miedo, la angustia de marcharse y dejar a su familia, la incertidumbre de qué le deparará el futuro, especialmente a su hijo Pablo. Nos repite una vez más:

“Quiero pasar los últimos días en mi casa, no quiero ir al hospital. Quiero quedarme aquí y estar rodeada de mi familia. No quiero morirme en un hospital”.

Mi tutora le aprieta la mano y le explica que tanto el ESAD como el equipo del centro de salud realizaremos visitas para poder mantener su deseo y paliar los síntomas que puedan aparecer.

Tras hablar con María, antes de marcharnos, conversamos con su marido, quien nos dice que respeta la decisión de su mujer y estará para lo que ella necesite.

….

A los diez días, mientras nos encontrábamos pasando consulta en el centro de salud, nos llaman desde admisión por un domicilio urgente. Nuestra sorpresa, al realizar una llamada telefónica para valorar la necesidad del paciente, es que al otro lado está Juan, el marido de María. Nos explica con voz entrecortada, que la salud de María se ha deteriorado rápidamente en los últimos días, que se siente superado, agotado y angustiado por la situación física y emocional de su esposa:

— “No puedo verla más así, es desesperante. Por favor, ayúdenme”.

Para ir después relatando una situación que parece angustiosa. A pesar del uso continuado de morfina para aliviar el dolor, este se ha vuelto persistente y difícil de manejar, erosionando aún más la calidad de vida de María, que ya era muy mala. Además del deterioro importante del estado general, María muestra fatiga extrema, pérdida de peso y una creciente dependencia para realizar todas las actividades básicas diarias.

Contactamos con el equipo de cuidados paliativos domiciliarios del ESAD, que acude para valoración y ajuste del tratamiento. Recuerdo esa visita con el ESAD especialmente dura: la analgesia no conseguía controlar el dolor y María se encogía de dolor mientras nos suplicaba:
— “Necesito más medicación, no aguanto así”.

Mientras una enfermera preparaba la medicación y ajustaba la perfusión, el médico revisaba la pauta analgésica con calma y precisión. En medio de aquella rutina silenciosa, me llamó la atención cómo la enfermera se inclinó hacia María, y acariciándole el brazo y le dijo:

Vamos a intentar que esté más tranquila, María. No se preocupe, estamos aquí para ayudarle”.

Ella asintió débilmente, y por unos segundos el aire en la habitación pareció volverse más liviano. Recuerdo que entonces pensé en esa cercanía, en ese modo de estar ahí, como algo tan terapéutico como el tratamiento analgésico.

Pero incluso con todo ese esfuerzo, el desgaste de la familia era evidente. Juan nos comentaba que apenas dormía; su voz temblaba cuando nos agradecía cada visita, y en sus ojos se mezclaban una especie de agotamiento, angustia y miedo. Al finalizar aquella visita su figura parecía suspendida y con una mirada perdida que le daba una apariencia estatuaria, casi inmarcesible,…al observarlo pensé que se preparaba para sostener el peso de nuestro adiós que parecía ver cada vez más cercano y temido. Finalmente se atervió tímidamente a romper su silencio y mostrar una debilidad que sin duda le dolía:

— “Doctor,… yo no sé si voy a poder con todo esto… No quiero que ella sufra, pero yo,…bueno…cada día me cuesta más verla así. No duermo, casi no como… y siento que si me derrumbo, ella también lo hará”.
 Uma vez más, el médico poniéndole una mano en el hombro le respondió insistiendo:
 — “Lo está haciendo muy bien, Juan. No está solo. Vamos a seguir viniendo, y si un día siente que no puede más, nos llama, ¿de acuerdo? No se trata de aguantar, sino de acompañarla.”

Juan asintió en silencio, con los ojos húmedos, tal vez resignado, ví que sostenía entre sus dedos las llaves de la casa… me pareció como si fueran su ancla.

Creo que en aquél momento experimente algo que hasta entonces no había vivido. Fue como si algo atravesara mi cuerpo y mi mente y me envolviera en una realidad no atisbada hasta entonces sobre lo que representaba la profesión que había elegido. Sentí un nudo en la garganta y una tristeza profunda, no era solo la tragedia de María ni la de Juan, sino lo que en aquella casa en ese momento se materializaba: el dolor, la fragilidad, el amor y la despedida. Me descubrí sobrepasada por la magnitud de ese dolor y por la impotencia y la revelación de nuestros límites, humanos y profesionales, que apuntaban en una dirección sin retorno. Cerré los ojos por un segundo y, junto con la enfermera y el médico del ESAD, abandonamos el domicilio, bajando las escaleras en silencio…yo de una manera casi como una autómata.

El ESAD había realizado su última visita el día anterior, dejando pautas de rescate que habían fracasado. Propusieron aumentarlas y valorar de nuevo en dos días, ya que no podían realizar una visita antes. Sugirieron además que acudiéramos desde el centro de salud para seguimiento hasta nueva valoración por su parte.

Decidimos acudir al domicilio junto con mi tutora desde el centro de salud. Al entrar, una penumbra suave nos envolvió: la luz tenue de una lámpara apenas alcanzaba a iluminar el rostro de María. Su piel, fina y pálida, dejaba entrever el desgaste de la enfermedad. El silencio solo se rompía con su respiración entrecortada y algún gemido que ponía de manifiesto su dolor.

Las dosis de morfina, antes un bálsamo, ahora eran testigos mudos de un sufrimiento que desafiaba los límites de lo soportable. Las manos temblorosas del esposo se aferraban a la silla mientras confesaba entre lágrimas:
 — “No puedo verla sufrir más… ni dejarla ir de esta manera”.
 El hijo, con mirada vacía, repetía como un mantra:

— “Ya no puedo ver sufrir más a mi madre, que se acabe esto ya”.

Mi tutora permanecía en silencio, observando a ambos. Su rostro reflejaba la contención de quien ha aprendido a sostener el dolor sin romperse. Se acercó despacio a Juan —mientras este cogía la mano de Pablo— y, con voz serena, le dijo:

— “Entiendo cuánto está doliendo. Estamos aquí. No estáis solos”.
 Esa frase tan sencilla pareció abrir una grieta de alivio en medio del sufrimiento. Juan asintió, sin palabras, mientras las lágrimas caían por el rostro de ambos.

Yo, a su lado, sentí cómo la garganta se me cerraba. Me sobrecogió la calma de mi tutora, esa serenidad que viene con los años y el respeto por el sufrimiento de aquella familia. En ese momento comprendí que el hogar, antes refugio de amor, se había transformado en una jaula de angustia. Me invadió una tristeza difícil de describir, mezclada con impotencia y rabia. Era la primera vez que sentía tan de cerca el peso de acompañar a una familia rota, y entonces entendí que a veces la medicina solo puede ofrecer presencia, humanidad y silencio.

El ambiente era denso. María apenas respondía a los estímulos; su respiración era lenta y entrecortada. Juan la miraba sin saber qué hacer.


 — “Ella quería quedarse en casa… —susurró—, me lo pidió tantas veces”.
 Guardó silencio unos segundos, con la mirada perdida, y añadió entre lágrimas:
 — “Pero no puedo verla así, doctora… no puedo más”.

Nadie respondió. En el aire flotaban la culpa y el dolor. Entonces, con voz quebrada, Juan pronunció las palabras que sellaron la decisión:
 — “Vamos a llevarla al hospital, por favor… no puedo más”.

Solo el sonido del reloj marcando los segundos rompía el silencio. María permanecía inmóvil, su respiración cada vez más lenta, apenas perceptible. Juan se cubrió el rostro con las manos, mientras su hijo se mantenía a un lado, inmóvil. En aquel pequeño salón, el tiempo parecía detenerse.

La ambulancia llegó poco después. Los minutos que transcurrieron hasta que se la llevaron fueron largos y silenciosos. Juan apretaba los puños, como intentando sujetar algo que ya se le escapaba.

Fuera,…la luz de las sirenas se iba apagando y la sombra de la ambulancia se hacía cada vez más lejana.

En la casa el silencio pesaba

Y yo había aprendido algo diferente



     

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