De espaldas a la muerte

Andrés Ruz

Dice el poeta: “Silencio, Silencio, ante la muerte solo vale el silencio”. Y lo aprendimos bien. Seguramente León Felipe se referiría al deseable y callado acompañamiento a la persona abatida  y desconsolada,   cuando el familiar o amigo está a las puertas de la muerte, o el desenlace  acaba de enseñar su estampa. Lejos del comentario desafortunado, del comportamiento inusual o del  desconcierto que la presencia de la muerte nos genera. La muerte aparece en nuestras vidas de forma inesperada,  nos asalta sin estar dispuestos, nos sorprende a contrapié, nos vapulea sin miramientos y nosotros seguimos sin prepararnos para ello, sin debate  alguno, preferimos silenciar y esconder el tema.   Y es que vivimos de espaldas a la muerte.

La muerte nos zarandea dejándonos  callados, estremecidos, sin reacción alguna.  Pero la muerte es ineluctable. Innegable. No la podemos evitar. Probablemente la única verdad indiscutible de nuestras vidas. Pero el hombre no puede hallarse  de forma permanente con el pensamiento de la muerte a cuestas. La idea de la finitud, del aniquilamiento y finalmente de la nada,  le genera  ansiedad y angustia. Y trata de esquivarla, de dar un rodeo,  para no abordarla directamente, pues   la muerte es impenetrable y genera multitud de enigmas.

Y el hombre tiende a buscar estrategias, elaborar y construir ideologías, valores  y creencias  para comprender o interpretar los grandes acontecimientos de su existencia. De los cuales  quizá el primordial sea la muerte. Esa actividad humana generadora de creencias, valores, pensamientos, doctrinas  es lo que entendemos por cultura. Y hay distintas culturas. Pues  distintas son las formas de elaboración de esas vías que nos permitan coexistir sin la angustia  que la idea de la  muerte,  genera y  promueve. En suma,  las culturas, entre otras cosas  han  servido para ocultar  al ser humano su propia muerte, para hacerle olvidar y proteger de la plena experimentación de su propia posibilidad de morir.

¿Y cómo contemplamos  la muerte en la cultura occidental? En términos generales,  tenemos la actitud de vivir de espaldas a la muerte. De negación de la muerte. Evitar a toda costa su llegada. Y esta negación la vivimos de diferentes formas, tanto colectiva como individualmente. Si bien también existen corrientes  filosóficas y espirituales mucho menos generalizadas que tratan de asumir y afrontar  el acto final desde supuestos doctrinales, de elaboración del pensamiento, como el conformismo o el estoicismo.

La relación  que la cultura occidental establece con la  muerte  es ante todo una relación de evasión. Salimos por la tangente, miramos hacia otro lado.  Casi siempre eludimos el envite y damos la vuelta. No nos interesa el debate. Nos perturba y  hace estremecer. Y evitamos el meditar y profundizar sobre cuestiones trascendentes. Y vivimos dispersos, distraídos ante los múltiples estímulos que la vida cotidiana nos presenta  y esquivamos la reflexión, el “pensar hondo” sobre materias y argumentos  existenciales. Inmersos y sumidos en una sociedad cuyos valores son el consumo, la producción, el optimismo sin medida y la eficacia,  repudiamos la muerte, la escondemos,  la consideramos un “anti-valor”, un tabú, ya que supone, entre otras cosas,  un fracaso  de la moderna tecnología biomédica.

Y se elaboran mecanismos de evasión colectiva para huir de la Nada  que tienen sus expresiones  en una intensa vida social, en un exceso de  manifestaciones deportivas,  en el consumo de productos audiovisuales, en viajar sistemáticamente, en suma confeccionamos pautas de actuación que nos encorsetan, nos evaden y nos distraen, sin ofrecer la oportunidad de reflexión  sobre los grandes temas existenciales. Lo relevante  es no pensar, ni meditar sino sentir, disfrutar, gozar y vivir el presente.  Y también es negación y  ocultación de la muerte el intentar a toda costa  su Aplazamiento, el llevarla más allá de los límites naturales mediante el desarrollo de una extraordinaria superestructura biomédica y tecnológica. Y nos encontramos con la muerte moderna , generándose  situaciones a veces  esperpénticas,  en las que  los límites entre vida y muerte no son fáciles de establecer. Y el imparable avance tecnológico permite modificar el curso evolutivo del proceso de la muerte. Y se alarga, de forma  artificial,    la vida vegetativa de unos  enfermos que no disponen de funcionalidades orgánicas básicas, ni la suficiente autonomía para mantenerse por sí mismos con vida. Y  aún más, como es frecuente, sin conocer si esos serían  sus deseos, y obviando casi siempre el sufrimiento que la situación lleva adherido.

En el terreno individual la negación de la muerte  puede aparecer con  diversos ropajes, así podemos ofrecer una conducta de hiperactividad, de culto al trabajo como una forma de defensa con la que intentamos negar nuestra finitud. Otras veces desarrollamos un amor desmedido hacia uno mismo que se puede manifestar como un temor fóbico hipocondríaco a la enfermedad, o como una huida hacia adelante,  negando cualquier señal de la misma. Otra tercera salida ante la realidad de la muerte es la creencia de “un salvador mágico” en el que confiamos ciegamente: la alta tecnología representada por el hospital que se impone y prevalece sobre la humanidad y la acción personal del médico.

Pero la muerte por fin,  termina por aparecer en este escenario,  para dar   su inexorable aldabonazo,  dejando tras de sí  el vacío, la Nada. Y volvemos a esconderla y el cadáver se retira  rápidamente  de su cama, de su casa, sin apenas permitir la despedida, el abrazo y el primer llanto de su familia.  Y lo confinamos en las salas de los tanatorios  en las que se hace  difícil su contemplación.    Y si la muerte es la de otros: la muerte anónima, la de los informativos,  la tomamos como  una situación habitual que forma parte del escenario cotidiano de la sobremesa,  resultando incluso algo “natural” y apenas nos estremece, permanecemos indiferentes,  pasivos emocionalmente y  sin inquietar lo más mínimo nuestro diario devenir. Pero si la muerte nos acaricia y nos toca de cerca,  entonces sí que  nos produce una profunda alteración, nos sacude y agita sin  miramientos, nuestro mundo se desmorona  y  nos encontramos sin recursos y desvalidos. Y ni siquiera los mecanismos de evasión pueden paliar su presencia. Y  nos rebelamos contra el mundo y contra Dios, sin caer en la cuenta que la historia de cada uno de nosotros  tiene su propia dinámica, que  el “mismo Dios “tiene que respetar.

Y la vida nos sorprende  y  nos brinda,  a la vez, periódicamente momentos en los que el tema de  la muerte se vuelve a plantar frente a nosotros, ofreciéndonos de nuevo  la oportunidad de entrar en el debate de la misma, sin movimientos esquivos y sin rodeos no justificados. De esta manera podremos  hacer de ella, de la muerte, por fin  algo propio y consustancial con la vida misma.

Y si la cultura occidental vive de espaldas y plantea una evasión frente a la muerte, lo que  también está planteando es  una evasión  frente a la vida, pues lo que aún nos queda por aprender es  a tomar  la muerte, no como algo externo a la vida,  sino como un momento de la vida misma. Como dice Khalil Gibran  “Si en verdad queréis contemplar el espíritu de la muerte, abrid de par en par vuestro corazón en el cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son una, así como son uno el río y el mar».

     

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