El destino de la familia: “Lo psicosomático y el Peligro de Muerte”
Dominique Huas (Paris, Francia)
En mayo de 1984 un paciente mio, el Sr R, acudió a mi consulta. Tenía entonces 30 años, era un técnico medio, casado y padre de un niño de 13 años. Yo sabía que su padre había muerto cuando el era un adolescente, dejando huérfanos a él y a dos hermanas. Era deportista y practicaba el ciclismo y la vela. En aquella visita no habló mucho y parecía huidizo, pero aun así me dio la impresión de que era un hombre emotivo.
Vino a la consulta por fiebre, quejándose de dolor en su pantorrilla derecha que le había estado molestando durante los últimos 15 dias. Saltaba a la vista que se trataba de una flebitis, el resto de la exploración fue normal. Los resultados de los análisis demostraron que no había alteraciones de la coagulación y no tenía antecedentes familiares o personales de interés. El Sr R insistió en ser tratado en su domicilio y de una manera vehemente rechazo cualquier posibilidad de ser ingresado para estudio. Le mande inyecciones de heparina. Pronto su fiebre desapareció asi como su dolor. Sin embargo tras dos semanas el edema persistía, siendo la pantorrilla derecha unos 4 cms mayor que la izquierda. Le informé de mi temor de que se tratara de una flebitis e insistí entonces en ingresarlo. Su temor hacia el hospital se hizo evidente pues se puso pálido cuando se lo dije. Hice todo lo que pude por calmar su ansiedad al respecto, aunque no intenté conocer el origen de esta. Después de discutir mucho él acepto el ingreso.
A las 36 horas del ingreso el Sr R sufrió un embolismo pulmonar que le obstruyó el 85% del arbol vascular en los dos pulmones. Con tratamiento, la flebitis y los coágulos se solventaron y la perfusión pulmonar se recuperó casi completamente. Se planificó un nuevo ingreso a las dos semanas para terminar de estudiar el origen del cuadro mientras seguía tratamiento ambulatorio.
Resignación ante la Muerte
El 18 de Julio, la Sra R me llamó muy preocupada para informarme sobre la salud de su marido. El dia anterior a su ingreso sintió un dolor en la pantorrilla. En el hospital se le diagnosticó una flebitis recurrente extendida a la cava inferior. Además el Sr R comenzó ha hablar de su muerte.
Lo visite cuando se trasladó desde la UCI a la Planta y lo encontré muy deprimido. Después de su primer ingreso se sintió seguro, pero no entendió el porque tuvo que ser ingresado por segunda vez y su ansiedad reapareció de manera más intensa. Muy metido en si mismo no quería entonces hablar sobre sus miedos. Creo que él deseaba que interviniese de alguna manera. Le expliqué mis dudas respecto a la etiología y al empeoramiento de su enfermedad. No existía ningún fundamento para que pensara que iba a morir. Sin embargo, le dije que su flebitis y su embolismo no parecían hechos aislados. Era como si la enfermedad avanzase gracias a su actitud derrotista y resignada ante la muerte. Para detener esta sucesión de signos y síntomas patológicos, que me parecían suicidas, creí que lo mejor que podría hacer era abordar su temor irracional.
El Destino de la Familia
El me dijo: “¡Para mi, hablar de hospital es hablar de muerte! De todas formas yo siempre he sabido que moriría entre los 30 y los 40”. Me confesó que creía que su dia había llegado. Estaba casi resignado a morir. Su padre murió como consecuencia de un accidente laboral, un aplastamiento de las piernas (¿lo asoció con el dolor en la pantorrilla?). Su abuelo falleció de tuberculosis pulmonar, lo que se podía asemejar a su embolismo. Por lo que los hombres de la familia mueren a esa edad, esto siempre ha estado presente en su cabeza y en el “inconsciente familiar”. El hijo del Sr R tenía 13 años, la misma edad que él tenía cuando murió su padre. Con esta carga emocional, el Sr R no pudo contener las lágrimas. El preveía el destino de su propio hijo perpetuando así “El destino de su familia”. Hablamos durante bastante tiempo ese dia y los dias siguientes.
Después del ingreso, acudió de forma periódica a mi consulta. Siguió el tratamiento anticoagulante de manera escrupulosa, aunque deseaba dejarlo a pesar de las recomendaciones de que lo debía de tomar de por vida. En Octubre se reincorporó de manera parcial al trabajo. Lo ví periódicamente sin que apareciese ningún otro problema de salud.
El fin del hechizo
En Enero de 1985 le aparecieron venas varicosas en la pantorrilla derecha. En Diciembre de 1986 tuvo una dermatitis. El desarrollo de cambios ulcerativos en la piel requirió cirugía y por tanto ingreso hospitalario. Hablamos de ello de forma reposada y le dije que no era una emergencia. Su temor sobre el hospital había desaparecido, pero aun era un símbolo de muerte. Para afrontar la necesidad de cirugía decidió evitar el hospital mediante la búsqueda de tratamiento en una clínica privada.
Está búsqueda me tranquilizó. Comentó que había racionalizado sus temores y que ya no estaba convencido de que su muerte estuviese cerca. Al Sr R le relajaba el hecho de que “una clínica privada no es un hospital”. Sentí que estaba más confiado en su capacidad para controlar la situación y se lo comenté.
En Febrero de 1987, el Sr R se operó de varices sin complicaciones. Diez dias después de mutuo acuerdo decidimos dejar el tratamiento anticoagulante pues parecía que ya no caía en una categoría de riesgo. El Sr R estuvo medicándose durante 3 años. Desde entonces ya no lo he vuelto a ver pero se que está vivo, bien y que ha cumplido ya los cuarenta.
Epílogo
En la historia del Sr R, el hospital y el modelo médico han sido la fuente trágica del devenir familiar. ¿Tienen la mente poder patológico? Desde luego que la ansiedad de ser ingresado tiene un impacto importante. Retrospectivamente, ¿el haber evitado el primer ingreso habría podido alterar el trauma posthospitaización y el proceso de su enfermedad? Probablemente no, pero yo no puse la atención que merecía la conducta reluctante y los miedos del Sr R.
El Sr R no discutió su ansiedad conmigo o con otros médicos del hospital. Su aprensión a comentar sus sentimientos sobre la muerte y su resignación a su sino refuerza dos ideas. La primera es el poder de una creencia en el destino y en nuestra propia mortalidad. La segunda es el poder que tiene el modelo médico. Es muy fácil para un paciente mostrarse pasivo en el proceso de tratamiento y adoptar el “papel de enfermo”. Le presioné para superar su resistencia a descubrir y aceptar tratamiento para acabar con lo que él consideraba inevitable. Fue capaz de contar su historia solo tras sufrir y cumplir su contrato (al menos parcialmente) de acuerdo a su “incosciente familiar.
Estoy convencido de que mi papel como médico era sonsacarle para que confrontara sus temores, sobre todo por dos motivos. El primero de tipo médico. Después de su segundo ingreso llegó la posibilidad clara del tercero. La sumisión a lo que él creía que era su destino y la falta de control que el Sr R sentía sobre su propio tratamiento y evolución del problema favoreció el que la enfermedad controlase su cuerpo. Cuando él consiguió poner fecha y seguir un tratamiento, comenzó a controlar su propio destino. Después de una cirugía de éxito se pudo abandonar el tratamiento anticoagulante lo que le permitió a él y a su familia cerrar una serie de dolorosos acontecimientos.
El segundo motivo por el que creo que debí hacer aflorar sus miedos se basa en el modelo humanista. El ganar control sobre su propio cuerpo y su papel en el tratamiento le llevó a superar lo que el creía que era una especie de sino o “devenir familiar”. Consiguió así abrir su propio futuro y posiblemente modificar el de su hijo.
¿Pueden las palabras, la capacitación y una forma de escucha detener un proceso mortal? Un tipo de tratamiento de tal naturaleza no puede formar parte del modelo médico o confirmarse mediante pruebas científicas. Sin embargo no tengo la menor duda de que usando unas habilidades de escucha activa y comunicativas puedo reforzar la relación médico-paciente y jugar un mayor papel terapéutico. En este caso esto pudo haber salvado la vida del paciente.