El cáncer de mi padre me hizo mejor médico.

David Velazquez

Cáncer? Eso solo le pasa a otras personas. ¿Cómo podría afectar a alguien de mi familia? Soy un médico residente que ayuda a mantener a su familia en estilos de vida saludables. Somos activos, hacemos ejercicio tres o cuatro veces a la semana, comemos muchas frutas y verduras, bebemos mucha agua diariamente, no fumamos ni bebemos alcohol (excepto algunas bebidas en ocasiones especiales). Fuimos invencibles, si excluyo una historia familiar de hipotiroidismo. Pero eso está bien, eso es manejable. La vida era buena, o eso creía yo. Después, una semana antes de comenzar mi residencia, me encontré acompañando a mi padre (el fundador y la base de ese estilo de vida activo y saludable de nuestra familia) a una cita con el médico en la que escuché al médico decirle a mi padre lo que nunca pensé que sucedería en nuestra familia, «usted tiene cáncer».

Empecé a hacer la residencia. Como todos mis nuevos compañeros, estaba agotado con las largas semanas laborales de muchas horas y muchas guardias, trataba de encontrar tiempo para estudiar, investigar, entrenar en el gimnasio, dedicar tiempo a los amigos y la familia. Me sentía estresado, presionado de muchas maneras. Además de mis problemas, estaba a 5 horas en coche de mi padre y mi familia. Me sentía separado de todos los que amaba en un momento en el que todo lo que quería hacer era pasar cada momento de vida junto a mi padre. La depresión apareció, ¿o fue la falta de sueño?

El año y medio siguiente giró alrededor de los tratamientos de mi padre para el cáncer de páncreas. La lucha contra lo incurable estaba en marcha. Como médico en formación, la enfermedad de mi padre me ofreció muchos momentos de enseñanza, en particular sobre la relación con el paciente y la atención al final de la vida. No solo era el hijo de un paciente, sino también el médico de muchos pacientes. Usar diferentes roles como residente de medicina familiar no es algo nuevo, pero me encontré viviendo un desafío extremo; Mantenerme trabajando con la vida de otras personas y ante a mi propia adversidad personal. Incluso cuando lloraba a mi padre, tuve que aprender a ser el consuelo en lugar de ser el consolado. Mientras palpaba la desesperación de mi familia, necesitaba escuchar compasivamente a los pacientes y a mi familia diciéndome con incredulidad: “Ayer mismo, se encontraba como un toro y ahora miraló”.

Era difícil estar en estas situaciones, pero al mismo tiempo mis experiencias personales con mi padre me enseñaron mucho sobre la compasión. Al encontrarme al otro lado de la relación médico-paciente-familia, comencé a tratar a mis pacientes como a mi me gustaría que me trataran. En medicina, se habla mucho sobre la perspectiva biopsicosocial. Para mi este concepto nunca tuvo un uso más cotidiano que durante ese período de mi residencia en el que a la vez que trabajaba esperaba a que sucediera lo imposible: una remisión. Mi padre, mi familia y yo necesitábamos ese equilibrio que implícitamente promulga el modelo, y llegué a comprender que mis pacientes lo necesitaban también. En nuestro caso, la creencia de nuestra familia en Dios al principio parecía que podría desequilibrar nuestra “personalidad biopsicosocial” porque nos aferramos a la esperanza, tal vez a veces de forma demasiado fuerte, de que nuestro padre se salvaría. Pero al mismo tiempo, fue nuestra fe la que nos ayudó cuando supimos que había llegado el momento de dejar marchar a nuestro padre y estar en paz. Ahora, cuando me encuentro con familias que conservan la esperanza, incluso cuando la muerte inminente de su ser querido es muy evidente, recuerdo la esperanza que tuvo mi familia y me invade la humildad. Como médico suyo, he aprendido a honrar y respetar su esperanza, al mismo tiempo que les trato de ayudar a aceptar lo que muy probablemente se les viene encima.

Muchas veces, durante mi formación, me he sentido incrédulo cuando he visto a otros médicos decir impacientemente a sus pacientes y miembros de sus familia que era hora de plantearse una residencia. Un médico le dijo calladamente a la hija de un paciente que su madre «debe ir a una residencia porque ya no se puede hacer mucho por ella”. Sin ofrecer ninguna otra explicación, sin entrar en ninguna conversación. Entonces pensé: «¿Se ha tenido este médico que enfrentarse alguna vez con un ser querido que se está muriendo? ¿Es así como le hablaría a su propia familia?

Mi padre no tuvo más de 5 minutos de conversación con el oncólogo sobre el fracaso de su tratamiento para su cáncer pancreático cuando llegó el equipo de cuidados paliativos para comenzar a discutir sobre las opciones de cuidados paliativos. Como médico, sabía que el pronóstico de mi padre no era bueno. Sin embargo, todavía le pregunté al oncólogo: “Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? ¿Intentamos un tratamiento diferente? ” Mi alma se negaba a aceptar que las opciones de mi padre habían terminado. La verdad era que habíamos llegado al final de la línea de tratamiento, sin embargo, el oncólogo nunca nos ayudó a entender esto, nunca nos molestó. Como familia, nos dejaron sacar estas conclusiones por la presencia del equipo de cuidados paliativos.

Como médico, mi creencia en la medicina y mi deseo de protegerme de la muerte me empuja a buscar y descubrir respuestas a los problemas médicos de los pacientes, incluso si estas parecen imposibles. Hago esto por mis pacientes, y esa necesidad de mantener a raya a la muerte la percibo magnificada cuando se trata de mi familia. En ese momento, con mi padre, mi familia y el oncólogo, me di cuenta de que, si bien el pronóstico podía parecer obvio, no quería aceptarlo. Aprendí que los pacientes y las familias necesitan recibir una orientación a medida para que sus espíritus avanzan en busca de sus propias respuestas. Una conversación simple, directa y compasiva del oncólogo hubiera sido suficiente. Sinceramente, pudo habernos ayudado a entender que todas las vías habían sido exploradas, que el cáncer había progresado y que ahora se trataba de hacer que mi padre estuviera lo más cómodo posible. Viendo a mi familia y a mí mismo luchando allí solos con lo que significaba la presencia del equipo de cuidados paliativos, aprendí lo importante que es esa conversación. Como médico, ahora sé que debo ofrecerles a mis pacientes ese apoyo, tan duro y desesperado como puedan imaginar, en lugar de simplemente pasárselos a otro equipo como el de paliativos.

Mi padre ya no está con nosotros, pero su espíritu me impulsa a tratar siempre a mis pacientes como un todo. En mi educación médica, he aprendido a distanciarme de los pacientes para evitar el burnout. Como resultado de la enfermedad y muerte de mi padre, he llegado a comprender que, de hecho, necesitamos conectar con nuestros pacientes, de lo contrario, perdemos nosotros y ellos. He aprendido a tratar a la persona, no al número. Soy un médico, educador y profesional más compasivo, empático y desinteresado después de haber caminado a través de las cenizas del cáncer. Durante esos momentos difíciles, dejar la residencia me llegó a parecer una solución fácil para todo el estrés, las angustias y las dudas que sufrí, pero supe que nada haría que mi padre se sintiera más orgulloso de mi que el esfuerzo que he tenido que hacer para ser el médico en el que me he convertido. He hecho las paces con el cáncer. Le sucedió a mi familia, pero no aplastó mi alma.



     

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