Quemamiento y COVID

Augusto Blanco. Médico de Familia en Madrid.

Resumen: Esta narración clínica nos acerca a la cotidianeidad de una médica, en el acto íntimo de quitarse el “traje de faena” tras un agotador día de trabajo en medio de la pandemia, para vestirse de calle y volver a su hogar. La descripción, delicada en sus detalles, de un acontecimiento tan aparentemente banal, nos resulta por ello, tan familiar que fácilmente todos nos reconocemos en esta compañera, y nos reconocemos no como orgullosos luchadores anti-Covid-19, sino como seres humildes, vulnerables, sencillos, servidores (¿sirvientes?) y a la vez, porqué no decirlo también, precisamente por esto, ciertamente prometeicos. El lector, si ha leído el primer artículo de este número, fácilmente podrá percatarse como la carta de la enfermera allí descrita y el ritual de desvestirse para vestirse de calle de esta compañera son dos caras de una misma moneda.

Burnout and Covid

Summary: This clinical narrative brings us closer to the daily life of a clinician, in the intimate act of taking off her “work suit” after an exhausting day at work in the midst of the pandemic, to get dressed and go home. The description, delicate in its details, of such an apparently banal event, is therefore so familiar to us that we all easily recognize ourselves in this companion, and we recognize ourselves not as proud anti-Covid fighters, but as humble, vulnerable beings, simple, servants and at the same time, why not say it also, precisely for this reason, certainly promethean. If you have read the first article in this issue, the reader can easily see how the letter from the nurse described there and the ritual of undressing to get dressed for going out of this companion are two sides of the same coin.

Todos los días eran lunes. ¡Qué horas! Llegaría tarde a casa, últimamente no había manera de acabar en tiempo, y eso que hoy no había actualización, el día de poner al día los protocolos o la sesión bibliográfica había que echar por lo menos una hora más para acabar la agenda. Estaba agotada, enfadada, indignada, frustrada… Rabiosa. Solo tenía ganas de huir, de abandonarlo todo y saliera el sol por donde fuera. Sentada descalza en la silla del vestuario, sola esperaba, resignada, las fuerzas que la habían abandonado para desvestirse y vestirse de calle. Se había medio arrancado, desganada, los zuecos y colgada, pulcra, la bata en la percha antes de desplomarse en la silla.

Las ventanas abiertas ventilaban, renovando el aire continuamente. Pero seguía oliendo a lejía y desinfectante. El recuerdo de los olores, no tan antiguo, la sorprendió. Antes los perfumes competían entre ellos por asentarse e impregnar con su personalidad floral cualquier objeto, prendas, taquillas… Hundió la nariz en la axila. Un lejano rastro de desodorante atenuaba el olor a sudor limpio, se había duchado, pero otra vez había olvidado la colonia, ella la reina de las colonias… Podía salir de casa sin ropa interior, pero sin pendientes, alianza o colonia… Nunca. Primero abandonó el oro, ¡era peligroso!, ahora olvidaba su olor. Le gustaba cuando la decían que la habían presentido en el ascensor.

Buscó, sin éxito, el primer botón de la chaquetilla blanca. Se esforzó para descubrir que ya había desabrochado un par de ellos. Odiaba el pijama blanco. Es de celador, el blanco en mi hospital era el de los celadores, decía riéndose un compañero, al que la mujer le proporcionaba pijamas de colores del hospital, de segunda mano, los que ella no había manchado: verdes, morados, azules… De segunda mano pero de colores.

Hizo un gurruño y lanzó al cesto de la ropa sucia. No miró. Respiró un par de veces para que el aire auxiliara a sus músculos en huelga y la alzaran hasta la taquilla donde colgados aguardaban los leggins y la camiseta. Otro uniforme pensó. Hasta la pandemia las mallas tenían su encanto, le quedaban bien y lo sabía, el tiempo había respetado sus formas juveniles, algo tendría que ver su disciplina deportiva y alimentaria además de la herencia, pero… estaba tan harta de todo.

No podía recordar a ninguno de los pacientes atendidos, ¿cuántos habían sido?: 45, 50, 60… Hacía mucho que dejó de contar.

  • Chica que descocada…

No había oído la puerta, ni escuchó las banalidades que siguieron a “descocada”, pero fueron las palabras ignoradas el estímulo que necesitaba para levantarse a por el otro uniforme. Del tirón cambió los pantalones por los denostados leggins y trató de repetir el enceste. La chaquetilla había acabado durmiendo al fondo del saco de la ropa sucia.

Se sentó agotada. Justo antes de descubrir los zuecos volcados y la caja con las manoletinas esperando intercambiar lugares.

No había hecho Medicina para ser una vedette. Con ser reconocida por sus pacientes y respetada por los compañeros le bastaba. El ninguneo al que ahora les sometían la podía. Sentía la profesión como el Cid y sus pendones. “Qué gran sanidad harían si tuvieran buenos gestores”. Todo se había desquiciado.

Los mandos bajos, los equipos directivos de los centros y las direcciones asistenciales desbordados. Los unos tratando de organizar el día a día de cada centro con sus particularidades, la mayoría entregados hasta la extenuación, lo que había originado bajas y renuncias; las otras guardando el sillón, abandonando, las más de las veces, a la vorágine a sus trabajadores. De exigencias no andaban escasos, de empatía era otro cantar. Vistiendo santos a costa de desvestir otros. Es posible que hubiera quejas, pero no transcendían ni comunicados reivindicativos ni dimisiones por lo inaceptable.

Los grandes jefes, esos que querían privatizar porque los privados lo hacían mejor, en lugar de dimitir y fichar a los buenos gestores, a los que sabían. Esos que habían mamado la costumbre de aprovechar el voluntarismo de sus trabajadores, a los que formaban fuera del horario laboral como si de un premio se tratara. A esos que no tenían desdoro en recordar las obligaciones en cuanto tenían oportunidad, como si éstas se olvidaran de natural. Esos politiqueaban en rebajas, a lo barato.

Alcanzó la caja y lentamente, con esfuerzo, intercambió manoletinas y zuecos.

Le asaltó, a traición, un recuerdo noble, pero vacuo. Los residentes tras la mejoría de la primera ola de la pandemia habían convocado una huelga con la esperanza de modificar la estructura caduca y esclavista del sistema. Cuando las cosas volvieron a ponerse feas, desconvocaron y como un solo hombre volvieron a sus puestos en la urgencia, en las plantas, en los centros de salud…

¿Cuándo hacen las huelgas los, siempre denostados controladores, aéreos? ¿Cuándo los trabajadores de RENFE? Nosotros desconvocamos cuando más fuertes somos. Es verdad que la huelga no es solución, se nos volvería en contra, son los tribunales y un gabinete de prensa el que tendría que hacerse cargo de gestionar las demandas, de imponer el sentido común. Nos movíamos menos y nada.

Las manoletinas, ya en su sitio, se arrastraron hacia la puerta, antes la penúltima parada, nueva dosis de gel y cambio de mascarilla, con una sola en la calle valía.

Mañana, otra vez, es lunes…



     

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