Palabras de ánimo para estudiantes y residentes en esta pandemia.
Debora Edberg es médica de familia en Estados Unidos
Hace unos 15 años, pasé unas semanas en un pequeño hospital comunitario en Zambia, ayudando a capacitar al personal de atención primaria y asistir a algunas de las visitas a las pequeñas unidades de hospitalización que allí había. La unidad de pediatría para pacientes hospitalizados estaba llena de niños pequeños que padecían malaria o sarampión, a menudo ambas cosas. Una tarde particularmente sombría, una joven pareja entró con un bebé envuelto en una bufanda que soportaba delicadamente a la espalda su madre. Tropezaron en la sala de espera del hospital y desenvolvieron suavemente a su bebé que no podía tener más de dos semanas. Habían caminado durante tres días desde una aldea remota cuando el bebé enfermó. Estaba ardiendo de fiebre, muy deshidratada y apenas respiraba. El personal del hospital comenzó rápidamente a buscarle una vía intravenosa y le dio algunos medicamentos, pero estaba claro que se estaba deteriorando rápidamente. No había ventilador, así que amablemente comenzamos a prepararla mientras el jefe de pediatría le asistía, entonces le hablé a los padres sobre como cuidarla. Con un ventilador y un soporte de cuidados intensivos adecuado, este bebé habría tenido una oportunidad.
Allí, en aquel pequeño pueblo en un hospital con poco personal y poco equipado, las posibilidades de esa criatura eran mínimas. Yo no estaba preparada para aceptar eso y pasé la noche y la mayor parte del día siguiente atendiéndola, completando sus líquidos intravenosos y esperando alguna mejoría. Sus padres se sentaron en silencio a su lado, acariciando su mejilla y periódicamente sosteniendo su pequeña mano. Las monjas que dirigían el hospital hablaron conmigo varias veces y finalmente vinieron a mí ya avanzada la noche y me dijeron que este tipo de cosas «ocurrían muy a menudo». Me dijeron que era hora de dejarle que se fuese. Dejé el ambú y puse mi mano sobre el hombro de la madre. Ella se vino abajo derrotada y envolvió su cuerpo alrededor del de su hija mientras su esposo permanecía solemnemente a su lado. Nunca me había sentido más derrotada, más indefensa. Busqué consuelo en un colega y amigo.
«¿Cómo podemos soportarlo?» Le pregunté. «¿Esto sucede muy a menudo? ¿Por qué venimos aquí?”
Mi compañero hizo una pausa antes de responderme. “Sí, sucede muy a menudo. Pero parte del trabajo que hacemos aquí debe de ser el de dar testimonio de lo que está sucediendo. Esto es importante; Tiene sentido y significado. La gente en nuestro mundo debería saberlo”.
Años más tarde, colaboré en un Programa para capacitar a residentes en atender a poblaciones deprimidas en entornos de bajos recursos en los Estados Unidos, mi pais. Las rotaciones de estos residentes con pacientes hospitalizados tenían lugar en un hospital poco dotado y con acceso limitado a equipos, tecnología y personal adecuado en una comunidad históricamente oprimida y desatendida. Cada año reclutamos estudiantes que estaban comprometidos con este tipo de medicina y estos acudían animosos e ilusionados para paliar la injusticia social y provocar algún cambio. Inevitablemente, después de 2-3 meses de residencia, cada residente acudía a mi despacho, desorientado, derrotado y sin esperanza. Lo que estaban viendo eran pacientes tradicionalmente ignorados por un sistema sanitario ineficaz, aquellas personas sufrían y morían por enfermedades que eran el resultado directo de una falta de acceso a los recursos apropiados. Existir en una sociedad que tiene la mejor tecnología y el mejor tratamiento para la mayoría de las enfermedades, pero que no tiene la opción de acceder a esos recursos, puede ser insoportablemente desmoralizante.
En esos momentos, lo que me encontré repitiendo una y otra vez a esos residentes fue lo que mi amigo me había dicho años antes. “Lo que está sucediendo aquí sucederá tanto si estás tu aquí como si no. Tu primer trabajo, tu obligación fundamental es dar testimonio de esto. Eso tiene sentido y tiene significado. Hacemos lo que podemos hacer. Cuídalos, mira el sistema, aboga por el cambio”.
Cuando escuché por primera vez sobre la posibilidad de que se facilitaría a los estudiantes la posibilidad de que colaborasen en a tragedia de la pandemia del COVID 19 y que a los residentes se les prorrogarían los contratos ante la necesidad de personal médico para combatir la pandemia, pensé en los miedos o tribulaciones que pueden tener esos estudiantes y residentes. Pedirles que intervengan para afrontar una batalla que no sabemos aún cómo llevarla a cabo, empujarles para que sean testigos del sufrimiento y la muerte de muchas personas debido a la falta de recursos que está generando una situación imprevista es algo, cuando menos, inquietante. Pedirles que arriesguen su propia seguridad y la de sus familias por no disponer de equipos de protección está fuera de toda razonabilidad. Mis colegas con más experiencia comentan entre ellos que nosotros también tenemos miedo de estar en primera línea, pero inevitablemente alguien dice: «Creo que esto es para lo que entramos en la Facultad». La verdad es que ninguno de nosotros pensó entonces que era para esto.
Como profesionales médicos, hacemos medicina para servir a los demás. Trabajamos muchas horas, limitamos vacaciones, nos cargamos de guardias, nos ausentamos de muchas de las reuniones familiares, y nos perdemos muchas citas mientras estamos con las personas más vulnerables, más expuestas. Puede ser un honor increíble y una carga difícil de soportar. Entonces, tal vez no sea tan difícil pedirnos que sacrifiquemos nuestra seguridad por nuestro trabajo. Creo que lo que nos inquieta de todo esto a la mayoría de nosotros no es nuestra propia seguridad, sino el riesgo que luego llevamos a nuestras familias. ¿Cómo podemos elegir las vidas de extraños sobre las de aquellos que amamos cuando la única opción arriesgada de estos fue elegir amarnos?
Donde vivo, esperamos que aumenten los casos hasta nuestro límite de un día para otro, y me han pedido que intervenga para preparar a determinado personal del hospital. Sin dudarlo (bueno, tal vez he de decir que si he vacilado un poco), he acordado servir donde pueda. Pero cuando algunos residentes, estudiantes y colegas se han puesto en contacto conmigo, les he dicho que no hay ninguna vergüenza en decidir decir que no. Lo que está sucediendo no tiene precedentes en nuestras vidas, y la falta de recursos para proteger a nuestros pacientes y a nosotros mismos es asombrosa y, francamente, reprensible. En Estados Unidos el liderazgo nacional nos ha fallado a todos los niveles, y nadie podría culpar a alguien por elegir no entrar en la primera línea de fuego. Pero si eligen servir y, sin duda, llegan a se encontrarse en algunos momentos derrotados, desamparados y sin esperanza, les digo que recuerden lo que les dije durante los primeros meses de residencia. Nuestro primer trabajo, cuando nos enfrentamos con la realidad de un sistema sanitario injusto, es dar testimonio y contar la historia de lo que hemos visto. Hay sentido y hay significado en eso. Luego haremos lo que podamos, miraremos al sistema y abogaremos por un cambio.