La tabaquera de Yarim

Roger Ruiz Moral
Médico de familia, profesor de medicina. Editor de Doctutor

Terry’s View” 1989 Oil on canvas 48 x 72 inches © Richard Wyatt Jr.

Como en todos los hogares, una gran parte de los objetos que componen y adornan mi casa tienen una significación especial, son recuerdos de viajes o regalos de amigos o familiares realizados en fechas o acontecimientos señalados. La tabaquera de taracea hindú es uno de ellos. No tiene mucho de especial, es una cajita pequeña diseñada para almacenar los cigarrillos y hacerlos aflorar uno a uno por un mecanismo simple y bien conocido. Pero es curiosa, está hecha manualmente en madera con incrustaciones de nácar y hueso, típica taracea. Lo habitual de este tipo de regalos es precisamente el evocarnos a personas, momentos, o lugares. En el caso de esta cajita cuando a veces me detengo a observarla, aunque sea brevemente recuerdo a Yarim, el paciente que me la regaló. Esto me resulta conmovedor, e incluso en ocasiones hasta ciertamente algo inquietante, aunque en el buen sentido de esta palabra. Parece mentira que un objeto tenga el poder de hacerme presente de manera tan persistente y continuada a una persona a la que simplemente conocí porque fui su médico de cabecera hace ya bastantes años. Ahora y casi por azar me he entretenido a pensar más detenidamente sobre esto.

Cuando conocí a Yarim él ya había sido diagnosticado de un tipo de leucemia potencialmente fatal, y estaba siendo tratado en el servicio de Hematología de mi Hospital de referencia. Yarim acudía a mi consulta con cierta periodicidad, para gestionar las bajas laborales, hacerle prescripciones y atenderle en cualquier asunto médico que le pudiera surgir. Era delgado, muy delgado, cobrizo de piel, con una buena mata de pelo, era un típico hindú bastante atractivo. Su andar era pausado igual que su habla, también lenta articulando un español bastante fluido. Sus ademanes elegantes y cuidados reflejaban una actitud ante la vida de distinción y a la vez de entereza. Era vendedor ambulante, una profesión que aparentemente chocaba con esta apariencia casi aristocrática. Tenía mi edad, era un hombre joven con hijos pequeños y una mujer española, Elena, que frecuentemente lo acompañaba en sus visitas a la consulta. Yarim era en gran medida como yo era entonces, hace casi 30 años. A lo largo del tiempo en el que él como paciente y yo como médico tuvimos contacto, aproximadamente durante dos años, nos vimos en varias ocasiones, sin embargo estas no las recuerdo que fuesen demasiadas o al menos no fueron tantas como las veces que venían a mi consulta otros pacientes crónicos o en situaciones similares a las de él. Tampoco recuerdo que mis intervenciones con él fuesen muy especiales. Además de atender las necesidades médicas que le iban surgiendo en la consulta mantenía contacto con colegas del servicio hospitalario en el que estaba siendo tratado, para coordinar actuaciones e intercambiar información clínica. Lo que creo que me impresionaba era la forma en la que llevaba su condición de paciente.

Pero sospecho que también había algo más, no sé cómo llamarlo, tal vez un tipo de conexión o quizás mejor de proyección, que, en mi caso, me hacía a mí mismo imaginarme yo como él y en su misma coyuntura vital. Es una situación que los médicos vivimos frecuentemente con muchos de nuestros pacientes. A esta capacidad de identificación y a la vez de comprensión más o menos tácita, se le llama empatía y se reconoce como elemento clave del poder terapéutico de los médicos. Sin embargo un aspecto adicional aquí era que yo mismo no me veía capaz de comportarme de la manera en la que lo hacía Yarim, de ahí sin duda mi atracción y admiración por este paciente. En gran medida me veía reflejado en él como persona, veía su vulnerabilidad como mi vulnerabilidad, y esto me ayudó a ser menos prepotente y a comprender mejor cual era el auténtico papel de un médico cuando atiende a sus pacientes. No recuerdo haber tenido con él o su mujer conversaciones, más allá de los aspectos puramente médicos, si bien es verdad que estos en mi caso, como médico de familia, invadían cualquier aspecto de su vida personal, que sin duda tratábamos. Pero una vez más no recuerdo que esto fuese muy diferente a lo que habría sido con cualquier otro paciente en su situación clínica en aquellos años.

Después del último ciclo de tratamiento quimioterápico consulté con el hematólogo que lo llevaba en el hospital y me reconoció que las esperanzas de Yarim eran bastante limitadas y que su enfermedad terminaría desgraciadamente en poco tiempo. Una mañana, poco después de esta reunión, acudió a la consulta Elena su esposa para decirme que Yarim se disponía a viajar a la India para despedirse de su tierra y de sus familiares y amigos. Creo que fue en ese momento con Elena cuando hablamos de él, de su relación de una forma más personal y profunda. Yo le transmití mi solidaridad e impotencia por la situación que habían vivido en los últimos meses por la enfermedad de él, confesándole mi admiración hacia la forma en la que tanto él como ella estaban afrontándolo todo. Una vez más, nada que no fuera realmente sentido y nada que no fuera también transmitido a otros pacientes en situaciones similares…supongo. Elena me agradeció mi trabajo con ellos a la vez que me pidió algunos medicamentos y consejos para el viaje y la estancia en la India.

Semanas más tarde acudieron ambos a la consulta, Yarim estaba visiblemente más afectado, apenas le salía un hilo de voz y se movía con más dificultad. Estuvimos hablando de su visita a su tierra en una conversación que recuerdo fue para mí especialmente emotiva, y que Yarim y Elena llevaron con una gran naturalidad. Poco antes de marcharse me entregaba un pequeño paquete que era un obsequio traído de su tierra: la pequeña tabaquera de taracea. Fue la última vez que lo vi. Algunas semanas después, Elena me comunicó su fallecimiento en el Hospital.

Durante estos últimos 25 años, esta pequeña cajita me ha servido para recordar de manera periódica a Yarim, para tenerlo presente. Recuerdo con horror un día en la que la cajita se cayó y se deterioró levemente, afortunadamente solo se rompió una esquina de la misma pero en aquel momento temí que se desarmara definitivamente. Este acontecimiento me llamó la atención sobre el valor sentimental que la misma tenía para mí. Resulta curioso el poder de este regalo. Me pregunto ahora si Yarim lo sabía cuando decidió hacérmelo. Yo no fumo y él nunca me lo preguntó. Quiero pensar que él me la obsequió para eso, para perpetuarse de alguna manera a lo largo del tiempo conmigo, tal vez para que me ayudara a rememorar durante el resto de los días de mi vida nuestra relación de esos meses tan decisivos para él. Creo que con la perspectiva que da el tiempo, el regalo que me hizo no fue exactamente la primorosa y delicada tabaquera de taracea, o al menos no fue solo lo que veo en ella cuando la miro.

Fue el recuerdo de una persona con la que yo, sin saberlo, me identifiqué y a la que de alguna forma, también sin ser plenamente consciente, admiré y respeté como modelo de paciente y de persona. También esa cajita me evoca efectivamente la relación que se desarrolló entre él y yo en las circunstancias más difíciles de su vida y seguramente en esos momentos decisivos en los que la personalidad profesional de un médico se está fraguando. Quiero pensar que, sin grandes aspavientos por parte de cada uno de nosotros, los dos experimentamos esta relación de una manera especialmente significativa, tal vez de una manera “sanadora”, al menos ahora así me lo parece a mí,…quiero creer que de algún modo también lo fue para Yarim.

     

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