Querido Señor Domínguez
Judit Bruña Vara. Anestesista. Hospital de Getafe
Querido Señor Domínguez, hoy me he vuelto a poner el mismo jersey marrón. El de rayas azules, a juego casi con el pelaje de mis gatos. La misma prenda que me uniformó cuando me conoció en consulta. Usted no sabe que aquel día lo estrenaba. Lo compré porque necesitaba sentir el calor suave de la lana trabajada sobre una piel deseosa de ser Braille, con multitud de receptores a la espera de su ligando.
Confieso que no me gustan las batas, demasiadas veces ese puñado de fibras sintéticas actúan como un muro de hormigón, resistente a toda clase de ondas, incluidas las de la comunicación. Tampoco los pijamas separatistas, los que segmentan por función y cuenta corriente, aquellos que acentúan un puñado de diferencias y ocultan a manos llenas lo humano, lo común. Así que con ese atuendo novedoso y disidente encaré otra de mis consultas en la Unidad del Dolor.
Para mí nuestro encuentro tuvo claramente dos partes. La primera la califico de desacertada, con una pila de informes de origen variado y algún sobresalto a la exploración como la ausencia de sus calzoncillos, también me estrené en eso aquella mañana. Le hice caminar, agacharse y tumbarse mientras se sujetaba con timidez una sábana áspera alrededor de las caderas, con afán vergonzoso y protector. A través del vinilo azul, mis manos localizaron los puntos exactos de su dolor. Le sometí, sin yo saberlo, a una sesión improvisada y tosca de acupuntura sobre una espalda que, como luego confirmé, soportaba no solo cargas mecánicas.
La segunda parte comenzó cuando recuperó sus pantalones. A solo un escritorio de distancia me habló de su profesión, de la escritura y los encuentros, de la actividad de promoción y de cómo su cuerpo solía estar estático pero no su mente. Yo le dejé caer que había publicado un libro y usted recogió el testigo tan pronto como lo solté. Me prometió buscar un ejemplar y capturar mi firma. Aunque difícil, aún espero que lo consiga.
Por un momento, no más de un minuto, creo que abandonamos la consulta de paredes blancas y cuadros de anatomía. De veras pienso que viajamos a cualquier cafetería antigua con música instrumental, respetuosa y frente a dos tazas humeantes tuvimos una charla informal de conocidos con intereses comunes, llena de teatro y literatura pero también de crítica y miedos, una conversación pausada como iguales frente a una mesa diminuta, lacada en mármol y de tacto pegajoso por las miles de gotas de café vertidas a juego con todas las palabras guardadas entre sus vetas.
Quizás solo es una ilusión, pero en ese día de principios de otoño, con más de un llanto a las puertas, no sentí el abrigo único de este jersey de temporada. El vibrar en la misma frecuencia me calentó la amígdala, como si me hubiera inyectado alguna de las múltiples drogas que cada día manejo, y casi percibí la pulsación de dopamina, el bienestar, la placidez efímera de un encuentro consensuado y consentido entre semejantes.
Si le digo la verdad no recuerdo su diagnóstico pero sí mis ofertas. Pastillas y pinchazos. Es lo que hacemos aquí, son nuestros medios para aliviar. Usted aceptó ambas. Sospecho que hubiera accedido a cualquier clase de tortura con tal de mejorar, en eso no hay distinciones, quien aquí acude es lo que desea. En ningún momento nombré que la propia visita fuera terapéutica, que las guías clínicas avalaran tal o cual número de ellas como herramienta sanadora y sin embargo, así sucedió.
A la semana recibí un escrito de su puño y letra, un relato de lo que fue para usted conocerme, unas páginas que destilaban menos ansiedad y más sosiego.
Me rebautizó como la doctora Braña, inexacto pero no falso, porque quiero creer que le transmití calidez, la misma que se siente bajo el sol de las praderas, la de las brasas tenues o el fuego vivo, la que emana vaporosa desde la taza de café, la que siento ahora y cada vez que es este tejido el que cubre mi piel.
Atentamente