Una última función

Mónica Cordero Pérez. Enfermera Servicio Atención Rural en la sierra de Madrid.

______

La puerta de la urgencia es como un telón entre un espacio neutro y la realidad. Un telón detrás del cual se representan las historias de la vida sin anestesia, la mayor parte de las veces sin ensayos tampoco y donde, independientemente de la credibilidad que tengan o no, están ahí delante y hay que aceptarlas. Sin un guión previo estipulado, esos actores nos convierten en sus compañeros de camino en una etapa que puede durar más o menos, pero que nunca resulta indiferente. 

Es la una de la mañana, estoy con la residente de familia y suena el timbre de nuevo. El sonido, como siempre, tampoco es capaz de anticipar si esta vez la sesión será una historia más que volveremos a olvidar o si por el contrario nos traerá una nueva forma de ver, entender y hacer nuestro trabajo. Y la vida. Porque los sanitarios tenemos la enorme suerte de que a diario siempre hay algo que nos recuerda cuáles son las cosas realmente importantes y nos enseña a separar lo que es prioritario de lo que no lo es. Y suelen ser precisamente aquellas historias que estamos deseando olvidar las que más nos enseñan. 

La realidad al final es que la mayoría de ellas pasan a un rincón desconocido pero siempre queda alguna que en un momento u otro vuelve a hacerse presente. La de hoy creo que no la voy a olvidar jamás. 

En la puerta aparece una chica acompañada por su madre con lo que parecen signos de ansiedad. Tiene un llanto contenido, se la ve sobrecargada y rota de dolor por dentro pero no tiene lágrimas. Por no tener casi no tiene ni respiración, de lo rápida que va. Apenas se mantiene en pie. “Otra crisis de ansiedad”, pensamos. Y es que después de la pandemia es enorme la cantidad de adolescentes que llegan con situaciones emocionales complejas. Seguro que es otra más. 

O quizá no. 

Las consultas, y más aún las urgencias, siempre están llenas de sentimientos, sensaciones, emociones y miedos. En los pacientes y en sus familiares. Un paciente siempre lleva fragilidad consigo y en esa fragilidad siempre hay un poco de miedo. Miedo a la situación, a las pérdidas que trae consigo la enfermedad, a no superar esa dificultad o, simplemente, el miedo a lo desconocido. Tendemos a asociar la enfermedad a su enfermo cuando en realidad es su mayor enemigo, ya que generalmente conlleva infravaloración, miedo, incertidumbre y dolor. 

La madre rompe el silencio en la sala vacía, nos dice que tenemos que ayudar a su hija, que está muy mal. Le preguntamos directamente a ella pero no dice nada. De repente empieza a sollozar y nos dice algo ininteligible con una voz mezcla de susurro y grito. Es algo difícil de describir, un dolor que intenta ser reprimido pero incapaz de quedarse dentro porque necesita salir. Cierra la boca, aprieta los ojos, levanta los brazos. De repente explota. Grita. Llora. 

Su madre nos cuenta que acaban de recibir en casa la visita de dos policías para informarles de la muerte de su hijo. Un accidente de tráfico. Sin previos, sin anestesia, a bocajarro (¿acaso existe una forma de aminorar una noticia como esa a una familia que ya nunca volverá a ser la misma?). Dieciocho años que se han parado de repente en la carretera sin que nadie sea capaz de entender el porqué de este absurdo desenlace que ninguno podía esperar. Da igual el lado en el que estés y la experiencia que puedas tener habiendo trabajado en situaciones límite. 

Mi compañera y yo nos miramos. Miramos a esa madre mientras ella hace lo mismo con su hija. No entendemos esta historia ni tampoco cuál es el objetivo de que exista un personaje así en ella. Alguien que después de haber perdido, quizá, uno de sus mayores impulsos para seguir en este guión de mal gusto todavía permanece impávido ante la situación. O al menos aparentemente. Ningún cambio, ninguna afectación salvo la preocupación de que su hija no sufra. Ni una queja, ni una lágrima. No es una quietud autoimpuesta ni impostada. No está tratando de mantener el tipo ante el dolor de su hija porque no se percibe tensión, está anestesiada. Sabemos que el duelo aún no ha empezado en ella pero también que tendrá que salir, probablemente cuando pueda permitirse el lujo de hacerlo, cuando su hija ya tenga perfilado el suyo. 

En cualquier situación de la urgencia en seguida hay que tirar de los aparatos, valorar constantes: tensión, temperatura, saturación de oxígeno… Pero aquí sentimos que ahora mismo es lo que menos falta hace. La actividad de ese corazón es, precisamente, lo único que tenemos claro: está roto. Nos sobra el electrocardiógrafo y la tecnología no sirve para esto. Se entremezcla nuestra actuación con los sentimientos. Resulta imposible no hacerlo cuando se trabaja con gente y cuando esa gente tiene además dolor físico o espiritual entonces es completamente inevitable. En las relaciones humanas siempre están las respuestas inesperadas del otro y si además hay un trabajo emocional de por medio entonces la incertidumbre se dispara. 

Siento la precariedad. La mía propia. Sería muy pretencioso por mi parte, además de injusto, asegurar que está todo controlado. Por mucha formación que uno haya tenido, por muchos cursos o simulación clínica a los que haya asistido, cada episodio de estos es una improvisación que no admite ensayos. Aquí sí que es importante la escucha activa, porque el compañero en este momento, el paciente, está en un nivel emocional completamente diferente al nuestro y con la sensibilidad a flor de piel. Su fragilidad es nuestra mayor dificultad. No valen descansos y para responder no sirven “copias y pegas”. 

Llora la joven. La madre la mira sin pestañear, superada por el dolor. Me sale un abrazo a esa madre, mi compañera está haciendo lo mismo con la joven. ¿Quién dijo que había que eliminar los abrazos en una relación terapéutica? ¿Acaso no es mejor eso ahora que un diazepam? No estaba en el guión, pero nos ha salido improvisado a las dos. Al mismo tiempo. 

Entonces la paciente empieza a hablar. Nos cuenta quién es su hermano. Quién ES. Porque va a pasar mucho tiempo hasta que pueda no tenerlo presente a cada hora del día. De su misma edad, mellizo, han compartido toda su vida. Le aterra la idea de separarse de él. Nos habla también de sus amigos. Los amigos de su hermano. A partir de hoy lo van a ser también de ella. Porque si une el amor, también lo hace el dolor. Han ido a su casa para acompañarlos y ahora, mientras ellas están aquí, se han quedado con su padre. Álvaro le ha dicho que a partir de hoy él también es hermano suyo, de los dos, que no la va a dejar crecer sola ni se va a olvidar de su amigo, ya su hermano. Éste va a ser otro motivo más para seguir teniéndolo presente. 

¿Qué nos pasa cuando muere un ser querido? ¿Cuál es nuestro mayor temor? ¿Qué es lo que más nos duele de todo eso? Probablemente son preguntas que nadie se hace hasta que se ve en la situación. Probablemente no sea una buena idea plantearse esto sin que se haya dado el caso, ¿para qué sufrir innecesariamente?. Probablemente también sea ése uno de los motivos por los que cuando pasa nos acordamos de todo lo que no valorábamos mientras lo teníamos. 

Quizás estas son las preguntas sobre las que los sanitarios tenemos que trabajar desde la empatía para enfrentarnos a una situación como ésta. Porque difícilmente podemos ayudar en el sufrimiento si antes no entendemos por dónde está pasando nuestro paciente y lo que eso supone para él. ¿En qué momento nos enseñaron a abordar esto en la carrera? Las clases de Enfermería Psicosocial de los tres años han pasado en un segundo esta noche. La Simulación clínica tres cuartos de lo mismo… Recordándolo ahora me doy cuenta de que siempre fueron las hermanitas pobres de la Anatomía, la Bioquímica o la Médico-Quirúrgica. 

Se rompe el silencio, ahora la madre se pregunta en voz alta “¿Por qué?”. Es la primera frase que entona de forma personal desde que ha llegado. Pero enseguida vuelve a decirnos que ayudemos a su hija. Es como si algo por dentro urgiera la preparación del duelo pero de repente le hiciera volver a posponerse a sí misma ante el dolor de su hija. El dolor también ordena las prioridades. 

La joven vuelve a desahogarse, de repente su consciencia vomita todo lo atragantado para, inmediatamente después, detenerse de golpe otra vez. Acumular. Descargar. Relajar. Lo más importante para ella es poder hacerlo sin prisa, conforme va surgiendo y saliendo, sintiéndose acogida, escuchada, comprendida… 

Viendo los derroteros por los que va el mundo, pienso en la poca importancia que se le ha dado tradicionalmente a la escucha en la práctica clínica. Quizá porque la asistencia a las dolencias ya la hemos equiparado al esquema protocolario de “Ante el problema X, la solución Y”. Pienso también en lo difícil que es abordar honestamente un problema emocional sin esa escucha previa. Sin recurrir a los tópicos: “No se preocupe”, “Pronto estará bien”… Quizá por eso la asistencia sanitaria está en riesgo severo de convertirse a diario en un “¿De dónde vienes? manzanas traigo”. 

No estamos escribiendo nada en la historia clínica. Ya habrá tiempo después y además hacerlo ahora sería una falta imperdonable a su dolor. La madre nos pide algo para poder pasar la noche. Lo que queda. La doctora le ofrece una benzodiacepina y ella acepta. Su hija también. 

Necesitan irse a casa ya. La joven está, al menos aparentemente, algo más relajada. La madre sigue ausente. Quizá resulta más fácil ahora mismo mirar y sentir desde el cuerpo de su hija que desde su verdadero rol. Probablemente es la mejor forma de que esa fuerza tan necesaria ahora no decaiga. No sabemos todavía muy bien si en algún momento de la consulta se vendrá abajo. Seguramente, salir de sí misma es la mejor forma que tiene de sobrellevar esta situación surrealista para no calibrar el verdadero alcance de lo que acaba de pasar. 

No sé cuánto tiempo llevamos. Por un lado siento como si no fueran ni diez minutos, por otro me parece como si hubieran pasado dos horas. Noto que la intensidad de la situación hace que el tiempo haya pasado a un segundo o tercer plano. Tampoco sé si ha vuelto a sonar el timbre. 

Acompañamos a las dos pacientes al hall de entrada, se van más tranquilas. 

Ha sido más de una hora en la que han compartido el dolor que supone perder a un hijo y a un hermano de repente. Más de una hora que nos ha vuelto a confirmar que, aunque estamos para ayudar a nuestros pacientes, a veces es imposible que sus situaciones no nos afecten. Además de sanitarios somos hijos, padres, hermanos… y es muy difícil no llegar a verse reflejado en ellos en algunas ocasiones. Igual que en las competencias cognitivas y técnicas valoramos nuestras carencias para aprenderlas y reforzarlas, los sanitarios necesitamos partir del autoconocimiento emocional para poder trabajarlo. Porque es imposible entender el dolor del paciente si ante el mío he puesto una coraza. Inimaginable poder manejar el dolor que supone la muerte si es un tema tabú sobre el que no puedo ni quiero pensar. 

Entono el mea culpa, siento que se me han removido cosas que debo trabajar para no dejarlas en el saco emocional. 

Me doy cuenta del regalo que tengo porque mi trabajo a diario me recuerda el valor de la vida, la salud, la familia, la amistad. No sé si hay muchos trabajos que puedan regalar esto, me siento bendecida y una privilegiada. 

La puerta se cierra, la sala está vacía. Volvemos a mirarnos y otra vez sin guión la improvisación nos hace abrazarnos. Lloramos. 



     

También te podría gustar...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *