Desarrollar el juicio…no juzgar*
Gabriel Weston. Es medico y autor de Dirty Work: A Novel (2013) and Direct Red: A Surgeon’s Story (2010).
Desarrollar el juicio…no juzgar
Resumen: Este relato lo realiza un especialista en literatura inglesa que da el salto a la medicina. El autor nos transmite como tras haber recibido teóricamente una formación rigurosa y formalmente adecuada para la práctica clínica, experimentó sensaciones que, sin embargo, apuntaban a que para llevarla a efecto de manera eficaz esta formación recibida se le revelaba como deficitaria. Para ello utiliza dos experiencias clínicas, que le (nos) revelan lo que le faltaba en esa formación: saber comprender las experiencias humanas en la enfermedad, algo que para paliarlo, le hizo volver a revisitar sus estudios literarios
Developing judgment…not judging
Abstract: This story is written by a specialist in English literature who makes the leap to medicine. The author tells us how, after having received theoretically a rigorous and formally adequate training for clinical practice, he experienced feelings that, nevertheless, pointed to the fact that the training he had received proved to be deficient in order to carry it out in an effective manner. For this, he uses two clinical experiences, which reveal to him (us) what he lacked in this training: to know how to understand human experiences in illness, something which, in order to alleviate it, made him revisit his literary studies..
A la edad de 24 años, bastante tarde, decidí que quería ser médico. En mi camino se interpusieron más obstáculos de los habituales. Un obstáculo mayor fue la inmensa competencia y la escasez de plazas disponibles en la facultad de medicina del Reino Unido. Porque no tenía ni un solo nivel A en ciencias, y mucho menos cuatro buenas calificaciones en estas materias, ya que las había abandonado en favor de las materias de humanidades en la escuela. Y aunque ya había ido a la universidad, no serviría de nada. Podría haber obtenido una buena licenciatura en Literatura Inglesa, pero eso sería inútil en mi deseo de convertirme en médico. O al menos, eso fue lo que pensé.
Los años de formación médica no hicieron nada para cambiar mi convicción, vergonzosamente silenciosa, de que me faltaba algo importante. Incluso cuando había estudiado suficiente química, matemáticas, física y biología como para que mis profesores no pudieran diferenciarme de mis compañeros más “naturalmente” científicos, incluso cuando había diseccionado minuciosamente un cadáver humano entero y había aprendido a nombrar cada una de sus partes (que después arrojé al cubo de la basura), incluso cuando ocupé mi lugar en un círculo de estudiantes estáticos alrededor de una cama de hospital mientras un consultor nos enseñaba esas cosas esenciales que nada más que se pueden aprender allí, al lado de la cama. Incluso entonces sentía que estaba mal equipado, que mi bata blanca debería haber llevado un signo, un emblema que me señalase como un zopenco, algo que me distinguiera de los demás como un impostor. Si hubiera sido lo suficientemente valiente como para compartir mi miedo con uno de mis adjuntos o incluso para mencionarmelo a mí mismo, habría dicho que lo que sentía que me faltaba era juicio.
Y sin él, ¿de qué serviría yo como médico? Sin juzgar, ¿cómo iba a manejar la más básica de las habilidades clínicas: el establecer diagnósticos? Podía presionar mi estetoscopio contra el pecho de un paciente, escuchar e incluso describirle a mi médico que me esperaba que lo que oía eran ruidos de pectoriloquia. Podía mirar una serie de resultados sanguíneos y saber que la hemoglobina estaba baja o el potasio alto. Podía sentir cuando el hígado de alguien era demasiado grande y descifrar anomalías simplemente mirando las manos del paciente. Podría leer cosas útiles en un trazo de ECG. Pero lo que no podía hacer era entender qué significaba toda esta información. Parecía que no podía aprender a ignorar lo que no importaba, a sacar todas las agujas de todos los pajares, para llegar a un diagnóstico, el punto de partida crucial para que un paciente mejore.
Puede que me faltase juicio, pero eso ciertamente no me impidió ser crítico. Una noche, cuando era ya un médico residente que trabajaba en Urgencias, trajeron a un hombre a quien nadie quería ver. Llevado por uno de los paramédicos, este anciano estaba maldiciendo. Olía a orina y a alcohol viejo. Y estaba cubierto de sangre. Tenía moretones en los brazos y muchos pequeños cortes en toda la cara y el cuello. Le caían lágrimas de sangre en su barba. Cuando una de las enfermeras fue a ponerle una bata de hospital, todos hicimos todo lo posible para escaquearnos. ¿Qué aprenderíamos de alguien así? Estaba borracho y desordenado y probablemente abusaría verbalmente. No recuerdo cuáles eran exactamente mis pensamientos inexpertos, pero no eran muy dignos. Sin embargo, de alguna manera fui yo quien terminó viendo a este paciente.
La enfermera había llevado al hombre a una sala de lavado especial que teníamos en Urgencias. Había un viejo sillón de dentista atornillado al suelo que podía reclinarse contra un lavabo y el hombre se recostó en él, con su gran cabeza ensangrentada acunada en la curva de cerámica, los ojos cerrados mientras la enfermera hacía correr agua tibia desde una regadera sujeta a una manguera larga sobre su cabello, cara y cuello. El suelo de baldosas descendía hacia un desagüe oscuro y por él corría esa agua roja. Podría haber sido una barbería rudimentaria. Me recordó momentáneamente al Barbero de Sevilla. Le quité la alcachofa de la ducha a la enfermera y dirigí el agua sobre la cabeza de mi paciente. Cerró los ojos con la facilidad del calor y lo miré a la cara. Todo estaba en silencio excepto por el suave chapoteo del agua. Y pronto empezó a hablarme.
Jeremy no era tan viejo. Había sido abogado y hasta hacía poco había vivido con su familia en una casa grande y bonita en una zona elegante de la ciudad. Escuché y pasé el agua por su cabeza y el agua que corría por el desagüe ya no era roja sino más pálida. La vida había sido buena hasta que el hijo de Jeremy comenzó a salir con un nuevo grupo de amigos y Jeremy y su esposa descubrieron que estaba consumiendo heroína. Un día, el hijo de Jeremy se inyectó demasiada heroína y murió.
Al ver el agua salir clara, moví a mi paciente de la silla y le puse una toalla sobre los hombros y encontramos un cubículo limpio y seco donde lo acomodé y comencé el lento proceso de coser sus cortes, uno por uno. Después de la muerte de su hijo, me dijo Jeremy, él y su esposa se pelearon y pronto ella se fue. Y luego empezó a beber y no pudo parar perdiendo finalmente su trabajo y luego su casa. Jeremy llevaba casi un año en la calle. Y esa noche, mientras dormía en la acera, lo habían despertado un grupo de jóvenes, de la misma edad que su hijo perdido, que lo habían pateado y cortado con sus navajas.
La vergüenza que sentí al escuchar a Jeremy se hizo más profunda a medida que avanzaba su historia. ¿Qué supuse cuando lo vi entrar al departamento por primera vez esa noche, manchado de sangre? ¿Que era un perdedor, alguien que no valía nada? ¿Qué clase de médico era yo para haberlo descartado de esta manera? Debería haberlo sabido mejor, no sólo porque era mayor que mis compañeros sino seguramente también porque tengo un título en Literatura Inglesa. Pensé en Magwitch, el generoso convicto de Charles Dickens en los pantanos, pensé en Macbeth y Medea cometiendo sus crímenes de regicidio y asesinato de niños. Pensé en el protagonista epónimo de Necesitamos hablar de Kevin de Lionel Shriver que acababa de terminar de leer. Ninguno de los grandes personajes de la literatura era limpio, sencillo o empalagoso. La gente era más interesante que eso y mucho más difícil.
Desde aquella velada en Urgencias, hace más de diez años, he reflexionado a menudo sobre la relación mutuamente beneficiosa entre disfrutar de la literatura, por un lado, y ser médico, por el otro. Y no es sólo, como la gente suele imaginar, que los pacientes le proporcionen a uno un sinfín de material de escritura, una infinita variedad de personajes para dibujarlos. Creo que hay algo en la práctica de leer y tratar de escribir sobre personajes verdaderos y variados que obliga a uno a escuchar a las personas de una manera diferente, y esto incluye el entorno clínico. Más abiertamente, con mayor capacidad para aceptar la ambigüedad y la incertidumbre. Y, en un entorno clínico, me gusta creer que esto confiere un beneficio tanto para el paciente como para el médico.
En mi caso, escuchar verdaderamente a mis pacientes y no ser presuntuoso con ellos es todavía un trabajo en desarrollo. La semana pasada, realicé un breve procedimiento con anestesia local a una mujer de unos noventa años que se encontraba en las últimas etapas de su demencia. La acompañaba un empleado de su residencia de ancianos y también su marido. Mi paciente parecía catatónica, no parecía notar el dolor del anestésico local. Ella no pudo comunicarse conmigo de ninguna manera mientras la intervenía. ¿Cuál era el punto en esto? Pensé. ¿Por qué estaba operando a una persona que claramente no tenía calidad de vida y probablemente moriría pronto? Mientras escribía mi nota quirúrgica, miré a su marido y, con complicidad, le dije: “Debe ser terrible para ti”. Estaba pensando en la muerte asistida, en cómo su esposa era la encarnación de por qué debería estar disponible. Con ojos brillantes y una voz completamente firme me respondió. “¡Oh, no, querido, para nada! Voy a visitarla todos los días. Y, cuando estamos solos, ella sabe exactamente quién soy. Y nos tomamos de la mano y compartimos cosas. Todavía nos amamos, ¿sabes?”
Y entonces sentí esa vieja vergüenza, la que había experimentado hacía tanto tiempo después de hablar con Jeremy en Urgencias. Y recordé cuánto trabajo todavía tengo por hacer, cuánto tengo aún que leer, escribir y escuchar, antes de que pueda siquiera comenzar a pensar, pero, he comenzado a abrazar y apreciar plenamente nuestra humanidad común.
(*) Información sobre el artículo original:
Publicado en Lancet: 10 Enero 2015
Identificacion DOI: https://doi.org/10.1016/S0140-6736(15)60010-1
Muchas gracias por tu relato. Me hace bien saberme acompañada en ese largo proceso, quizá infinito, entre la vergüenza por lo que juzgamos y el seguir con ganas y empeño por estar abierta a escuchar cada infinitesimal fonema que emite un paciente para construirnos la historia que tenemos atender y sostener. Un saludo. Por cierto, estudié medicina, y ahora he acabado de estudiar dirección de teatro.