El realismo mágico en los tiempos del COVID.

Augusto Blanco. Médico de Familia en Madrid

Si el realismo mágico no fuera un movimiento pictórico y literario ella sería su arquetipo. Nacida en Colombia, como no podía ser de otra manera, malvivió en una casa familiar, poco entrañable y con dudas sobre sus bondades amorosas. Nunca estuvo claro por qué profesó, si por el trato familiar o por la llamada divina. La clausura de un convento, durante un tiempo, la cobijaron de las jaurías externas, entre rezos, males y huertas pasaron los años, pero todo tiene su fin. La Superiora decidió que una hermana enferma, es hermana de sus biológicos y por ellos debe ser cuidada. ¡Cómo va a rezar y atender a su esposo estando tan pachucha!, siempre con dolores, molestias y sarpullidos. Eligió mal refugio, esas monjas no querían enfermas a las que cuidar, ¡donde se ha visto eso! Querían hermanas con las que loar al Altísimo, Así que la invitó abandonar el convento con toda su colección de cuitas y los miedos desatados.

La vida no era fácil, solo rezar por los otros sabía. Convivía con enfermedades de todo tipo y condición, esas que la exiliaron de su vocación. Enfermedades difíciles de acompañar. Si a los médicos nos cuesta entender, aquello que encaja mal en los libros de Medicina, ¿cómo lo van a comprender los profanos? ¡Es tan complicado catalogar el sufrimiento ajeno! 

Pese al trato recibido por la vida no renunciaba a vivir y ser feliz. Si la felicidad había que buscarle allende los mares allí iría. No cumplía los cuarenta cuando se vino a la madre patria a buscarse los garbanzos, que en su tierra estaban caros, y su cachito de cielo, que en el infierno no cabía el azul celeste. Sin oficio ni beneficio todo es más difícil. Por estos pagos, con o sin papeles, el servicio doméstico y cuidar ancianos siempre son opciones, otra cosa son los estipendios a conseguir.

Trabajadora, buena y leal prosperó. Ganó algo de peso, el justo, algo de desenvoltura y descubrió que sonreír era agradable. Conoció a un hombre, algo mayor que ella, que la gallineó galante y la hizo descubrirse diferente y con el tiempo se acercaron al altar a formalizar, ante Dios, la relación.

Parecía que, al fin, la suerte no le volvía el rostro. Era, eran, razonablemente felices. Los dos hacía buenos negocios, ambos se cuidaban, se acompañaban y se ayudaban en las buenas y en las malas.

No llevaban tres años casados cuando la Pandemia azotó el mundo. Marzo y abril fueron durísimos en Madrid, en Estrecho especialmente. El maldito virus se enseñoreaba sin escrúpulos, burlando el confinamiento, las mascarillas, la tiránica higiene de pieles y enseres… Todo era sorteado por el bicho. Asaltó su hogar y en un pispás su marido, su compañero del viaje otoñal, cayó enfermo. La fiebre, el cansancio atroz, los dolores de cuerpo y cabeza, el gusto y el olfato desaparecidos, como anunciaba la televisión continuamente, el miedo… Todo fue apoderándose de su vida. Cuando el ahogo pudo con los esfuerzos desesperados por conseguir algo de aire, para meter una bocanada, aunque fuera chiquita, en el maltrecho pulmón fracasaron, el médico decidió, con ellos, que había que ir al hospital.

El hospital era el oxímoron perfecto. La esperanza y la condena. La fe y el aislamiento.

Durante un mes vivió para el parte de guerra, como hubiera dicho él, las más de las veces vespertina, lo que llenaba el día de una inquietud desasosegante. La cumbia que anunciaba la llamada telefónica algún día hizo novillos, la espera hasta el siguiente contacto se hacía insoportable. En alguna ocasión la enfermera o la auxiliar de turno ponían a su Rafael al teléfono y podían intercambiar frases, con más o menos esfuerzo, que el aire se resistía a formar frases largas. Tras colgar inevitablemente las lágrimas huían mejillas abajo. De la urgencia a la planta, de ahí a la uvi, para volver a la planta y regresar a la uvi. En un vaivén al que no se le veía fin, desquiciante.

  • Venga a recoger a su marido, le vamos a dar el alta.

La voz sonó a gloria, ¡por fin! Temblona apuntó las instrucciones para la recogida. Se arregló con esmero. Peinó con cuidado sus cabellos prematuramente grises. Se perfilaba los ojos desde que él le dijo que así le gustaban más, hoy los acompañó con una sombra a juego. Eligió la ropa que a él más le gustaba y se autorizó la salida como niña con zapatos nuevos o adolescente camino de su primera cita. Rumbo al hospital la sonrisa no le cabía en la mascarilla.

Se acercó a la puerta donde le traerían a su esposo en la silla de ruedas, una pareja joven también esperaba a su familiar, la madre de ella. Lo vio venir desde el fondo del pasillo, ¡qué estropeado estaba, pobre!, tantos días de uvi y hospital, pero ella se encargaría de volverlo a la normalidad. Cuidados y cariño era lo que necesitaba y eso no le iba a faltar…

No podía cerrar los ojos, abiertos como platos, ni capaz de articular palabra.

  • ¿Familiar de Rafael…?
  • ¡Oiga, oiga! este no es mi marido! -decía gesticulando atónita
  • Claro que si mujer, es que ha adelgazado un poco.

Conmiserativo y suficiente el celador, tras la silla, trataba de explicar lo inexplicable. ¡Con la de enfermos que había acercado a sus familiares! con 20 kilos o más dejados entre las sábanas, goteros y tubos de la uvi, que eran recibidos, invariablemente, con verdadero alborozo: “Ahora a recuperar” decían entusiasmados. Era uno de los pocos buenos momentos del día a día en estos tiempos innobles en el hospital. Y la pobre mujer no reconocía… Pensaba mitad comprensivo, mitad sorprendido

  • Pero, es que no es mi marido, no se da cuenta -un rubor cada vez mas acusado comenzaba a teñir sus mejillas, en los aspavientos casi se tira las gafas y el cuidado peinado se fue de paseo.
  • ¡Qué siiii, que es su marido! Ahora buenos caldos a comer de capricho y poco a poco a coger los kilos perdidos.

Entre el ruido y el pasmo la voz adquiría decibelios y poco a poco los nervios la fueron pudiendo.

  • Que le digo que no es mi esposo sabré yo… ¡CONCHE! -dijo homenajeando a su marido un extremeño de pro- Que no es, NO.
  • Bueno que más da -dijo, adelantándose al conductor el hombre de la silla de ruedas.
  • Rafael: ¿es esta su mujer sí o no?…
  • Está usted jincho cansón -dijo girando sobre sí misma como si a su espalda estuviera el marido embromándola. – Este no es mi Rafael…
  • Rafael dígaselo…
  • No, si a mí me da igual, yo me voy con esta señora tan ricamente. Lo único que me llamo Demetrio, pero si ella prefiere Rafael… Sea -dijo sin alterarse el paciente ensillado que hacía ademán de levantarse.
  • Lo oye, Demetrio, el señor se llama Demetrio, no es mi Rafael…

Incrédulo, el celador tomo, sin prisa, el informe del regazo de Demetrio y leyó varias veces la filiación, que, como sabía, ponía Rafael…

  • Pues aquí pone Rafael -insistió desconcertado, intentando tener razón desde la nada
  • Lo ve. Ande lléveselo y tráigame a mi marido. Por favor.
  • Señora lléveme a mi que tengo buen convivir -insistía Demetrio viendo una rendija de esperanza en su soledad de viudo experto.
  • Lo siento, Demetrio, pero estoy segura que es chévere, pero he venido a por mi marido.

Parapetado tras la silla, se rascaba la despoblada cabeza, sin saber cómo había cambiado los sobres. Se recuperó veterano.

  • No se apure Señora que voy a por su marido y ahora mismito se lo traigo.

Mientras giraba la silla para enfilar el pasillo recién recorrido, se disculpo una octava más baja de lo adecuado.

La pareja joven ya había recibido a la madre. El yerno había acercado el coche mientras la hija achuchaba, sonriente, un pelo más de lo prudente, a la madre, a la que brillaban los ojos acuosos. Las lanzas de la desilusión, que en el momento de la traída de Demetrio había inundado sus miradas, se habían vuelto cañas musicales.

Ella seguía esperando. El cielo se fue vistiendo de luto pese a la inminencia de la primavera. Y por allí no aparecía nadie.

Una eternidad después unos pasos silenciosos se acercaron, la Chaqueta Verde, se cercioró de su nombre y la invitó a acompañarla. El breve pasillo hasta el codo y su llegada al despacho la encogió el estómago. No presentía nada bueno.

  • Buenas tarde, siéntese haga el favor, ha habido un error.
  • ¿No le dan el alta?
  • No, no. Tenía que recogerlo pasado mañana… -tragó saliva el caballero del traje para continuar- ya le digo un error… un doble error.
  • Bueno, no pasa nada ya me extrañaba. Ayer no estaba ten bien como para que hoy lo mandaran a casa -trató de autoconvencerse temiendo pensar.
  • Lo primero no era aquí, era… -y bajando los ojos leyó la dirección en el papel que sujetaba con ambas manos de nudillos blancos como la cal- lo que tenía que recoger era la urna con las cenizas. Su marido falleció esta madrugada. 

1.- Cortejó.
2.- Borracho
3.- Pesado
4.- Estupendo, muy bueno.



     

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