En la Meta
Cristina Palacios Palomares
Residenta de Medicina de Familia Y Comunitaria en C.Salud Rochapea (Pamplona)
Una tarde más, me escudaba en el chaleco reflectante para subirme a la ambulancia. El miedo no se sofoca, se aplaca si acaso, al llevarlo. Pero, sin él, a veces creo que no sería capaz ni de montarme. Mi corta experiencia en el mundo médico, había sido lo suficientemente intensa para arrojarme a la cara varias certezas que ya asumo: correr no es lo que yo quiero hacer en mi práctica habitual. Pero supongo que la experiencia ayuda a soportar la fatiga. Las horas transcurrían tranquilas hasta que el inconfundible timbre del busca anunció la primera carrera. Una maratón a la velocidad del rayo. En unos segundos la incertidumbre de la sala “relax” dio paso a la adrenalina y al asfalto. Noventa y nueve kilómetros de distancia nos separaban de un pequeño que trataba de agarrarse a la vida con unas manos muy chiquitas.
“Aguanta” Era una tarde de verano de esas de cuarenta grados a la sombra. Corrimos escaleras arriba acompañados del resto del personal y entramos a la sala de reanimación neonatal. “Llegamos”, suspiré. Amiga, la carrera no había hecho más que empezar. A partir de ahí comenzó mi caos personal: máquinas, cables, muestras sanguíneas, llamadas, auxiliares, enfermeras, pediatras, ginecólogas… Intentaba apoyar a mi adjunta y mano ejecutora. Pero me sentía absolutamente fuera de aquello. “Qué haces. Atiende, aprende, actúa, ayuda” Me vi a un metro de distancia del acto médico. Al otro lado del cristal, apoyados en el mostrador que nos separaba del pasillo había un padre y una tía. Dos personas. Él tenía la mirada perdida, ella bañada en lágrimas. Esperaban. Y esperaban. Ningún medidor de angustia hubiese soportado lo que allí estaba sucediendo. Las cosas no iban bien. Nosotros lo sabíamos. Y ellos también.
Qué cristal podría ocultarlo. Esperaban. Y desesperaban. Comenzaron a llamarnos, a buscar nuestra atención. Necesitaban información, palabras, presencia. “Ve” No me atreví. Quién era yo para acercarme a esa familia para abordar esta situación. Una extraña. No me atreví. Así que escapé de esos pensamientos, retiré la mirada del cristal y continué manos a la obra con todo lo que sabía, con lo que en ese momento estaba a mi alcance. Con mi oficio. Comprendimos que teníamos que partir hacia la UCI del hospital de referencia. Y rápido. El tiempo corría y la meta aún estaba lejos. Habíamos conseguido estabilizar al pequeño tras su segunda parada cardíaca. Teníamos que marchar. Entonces una enfermera apareció en la sala acompañada del padre y de la tía. “Por fin” Miraron a su bebé desde la distancia. Como si una barrera de desgracia les impidiera acercarse a su piel. Las pediatras explicaron la situación y partimos.
“¿Y su madre?” La encontramos en el pasillo, en camilla. Me tragué cien lágrimas cuando acercamos la incubadora y tocó sus manitas. No había barrera para separar aquello. Corrimos hacia la ambulancia y pusimos rumbo al hospital. “Aguanta” Pero sus manos eran muy chiquitas. Demasiado chiquitas. Jamás había hecho un masaje cardíaco a un ser humano. Se lo estaba haciendo a un recién nacido de horas de vida. Aún sonrosado, cuatro kilogramos y medio de dulzura. Yo. Masaje cardíaco. Cuatro kilogramos y medio de dulzura. La vuelta fue larga, muy larga. En pocos minutos, tras el sprint final, la ambulancia frenó en seco y las puertas de atrás se abrieron. Un equipo de pijamas verdes llenaba la entrada de urgencias esperando nuestra llegada. En segunda fila, una familia aterrorizada me miraba con una mezcla entre desesperanza y terror. Mis manos abrazaban la piel más suave que de veras había tocado nunca. Mis pulgares presionaban sintiendo cómo se hundía su pecho, y el mío. Y ellos me estaban mirando. A mí, a su bebé. Un equipo de pediatras nos hizo el relevo. Era su turno. Bajé de la ambulancia, entré en el hospital, me senté en un rincón. “Se acabó la carrera”
Ni meta, ni premio. Sudor, angustia, agotamiento. Eran casi las dos de la mañana. Me sentía desfallecer. Me acerqué al equipo de pediatras que nos confirmaron el fallecimiento. No podía ser. Habíamos corrido nuestra carrera. Con todo. Llevábamos años de entrenamiento. Me acompañaba un equipo médico formidable. Pero así fue. Necesitaba salir de allí. Como un jugador que se retira al vestuario tras la derrota. Me acompañó mi adjunta y compañera. Cruzamos el pasillo que comunicaba la UCI con la salida y ahí estaba ese padre. Sentado. Esperando. Su mirada no estaba perdida entonces. Buscaba. Y encontró la mía, la nuestra. Entonces no llegué a pensar en qué era lo que debía o no hacer. Nos acercamos y sin mediar palabra nos comunicamos. Me dio las gracias, me gritó que por qué a ellos, por qué a él. Le dije que me había dejado el cuerpo y el alma, le acompañé en su sentir. Sin mediar palabra. “Créame que lo sentimos en el alma” dijo mi compañera. “Lo sé” dijo él. Ese día comprendí poco, no hubo espacio para reflexión alguna porque después de esa carrera vinieron otras dos. Hoy sé que, incluso en el sprint, la comunicación es esencial. Que quizás mi papel en aquel momento de caos en aquella sala de reanimación llena de medios que aún no sabía manejar, era aliviar con palabras. Que se puede comunicar con gestos. Que a veces, en la meta, hay quien, desde un abismo infinitamente mayor, y en una muestra de infinita generosidad, te da la mano y te da las gracias por haberle acompañado.