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Las actitudes y los hábitos profesionales: a propóstito de la “ética de las pequeñas cosas”.


actitudesyhabitosResumen: El artículo ofrece una visión clarificadora y fundamentada sobre las actitudes, los hábitos y las habilidades profesionales, apuntando sobre sus relaciones y sugiriendo así un modelo de educación médica que promueve una práctica clínica “virtuosa” en la medida en la que fomentaría la adquisición de “actitudes virtuosas”


Santiago Alvarez. Médico de Familia. Profesor de medicina UFV. Madrid


“La cucharada estrecha.


Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados, y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.


El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse” (Cortázar, J. Historias de cronopios y de famas).


Este texto de Cortázar denuncia de forma magistral el riesgo de una interpretación narcisista, egocéntrica y farisaica y, por tanto, hipócrita, impositiva y excluyente, de la ética de la virtud. Se trata de lanzarse a realizar determinados valores solo con la intención de ser bueno, alcanzar la propia perfección o salvar la propia alma (Gracia Guillén, 2010). Lo cual lleva fácilmente a creerse mejor que los demás. Sin embargo, la ética de la virtud, que ha sido revisada desde una perspectiva crítica y constructiva, profundiza en aspectos morales de la máxima importancia, pues pone el acento en la realización efectiva de los valores en la vida diaria.


Hay cierta proximidad entre el concepto de competencia y el de virtud, que conviene precisar. El concepto clásico de virtud alude a una cualidad del carácter o forma de ser, que está orientada al logro de la eudaimonía (felicidad) o, en caso de los estoicos, al logro de la apathéia (ausencia de pasiones) y la euthymia (serenidad). En el contexto de las prácticas, como la práctica médica, para McIntyre la virtud es “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes” (MacIntyre, 2004).


Merece la pena retrotraerse, aunque sea muy someramente, a los inicios de este modo de pensar. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que la virtud no es algo que brote espontáneamente (EN II 1103 15-19a). Él divide las virtudes humanas en naturales y por excelencia (EN VI 1144 15-20b). En las primeras adquirimos primero la capacidad y luego ejercemos las actividades. Por ejemplo la capacidad o disposición para ver u oír: primero se desarrollan los ojos y el oído y luego vemos y oímos. Las segundas, las disposiciones por excelencia, son algo adquirido por el resultado de actividades anteriores. Por ejemplo: el saber construir se adquiere construyendo, practicando la moderación, nos hacemos moderados, etc. (EN II 1103 30-35a).


Aristóteles utiliza a menudo las nociones de “modos de ser”, “acciones” y “virtudes”. Para él “adquirir un modo de ser de tal o cual manera tiene no poca importancia, sino muchísima o mejor, total” (EN II 1103 20-25b). Por ejemplo, respecto a la justicia, afirma que es “un modo de ser por lo cual uno está dispuesto a practicar lo que es justo, a obrar justamente y a querer lo justo” (EN V 1129 5-10a). Es decir, el modo de ser, para Aristóteles sería un curso de acción definido por la intencionalidad (voluntad, el “querer”) y por las acciones (conductas, el “practicar”, el “obrar”). En cuanto a las acciones, tienen una importancia fundamental en la formación de los modos de ser. Por eso afirma que hay “necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades” (EN II 1103 20-25b) y, por tanto, “debemos examinar lo relativo a las acciones, cómo hay que realizarlas, pues ellas son las principales causas de la formación de los diversos modos de ser” (EN II 1103 30b).


En cualquier caso, parece que la noción de virtud no solo se refiere una cualidad de una persona, muy próxima a la noción actual de excelencia. Areté, excelencia en griego, fue traducido como virtus en latín. La noción de virtud también alude al desempeño efectivo de una determinada actividad que genera un bien humano. Esto significa que la noción de virtud por excelencia tiene tanto que ver con un posible núcleo interno de la persona (ήθος), como con su modo habitual de actuar (έθος). Y parece que para lograr la excelencia es necesario un logro en el terreno intencional (núcleo de la persona) como en el terreno de los hábitos (costumbres).


Por tanto, para Aristóteles la virtud por excelencia tiene que ver con “cierta clase de actividades” de las que se siguen los “modos de ser” (EN II 1103 20b), por los cuales “el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien su función” (EN II 1106 20-25a), es decir, por las cuales se configura un carácter determinado y como alguien, en cierto modo, competente en lo que hace (Aristóteles, 1985). Las virtudes por excelencia pueden ser dianoéticas (como el saber o la prudencia), que se aprenden con tiempo, por la enseñanza y la experiencia, y éticas, como la amabilidad o la sinceridad, que se aprenden por costumbre o manera habitual de comportarse (EN II 1103 15-20a).


Tienen mucho que ver con el deber: “si tenemos pasiones cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por el motivo y de la manera que se debe, entonces hay un término medio y excelente” (EN II 1106 20-25b). Ese término medio no es una opción tibia, o una componenda, sino que es algo “determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente” (EN II 1106 35b). Esto hace que la virtud sea un modo de ser “selectivo” y “un medio entre dos vicios… pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo” (EN II 1107 5a).


Todo ello hace que el ejercicio de los modos de ser para que uno cumpla bien su función (virtudes), no sea algo fácil. Como ya se ha visto, es cuestión de aprendizaje, tiempo, experiencia y hábito. Pero, por otro lado, hay una estrecha relación entre la prudencia y el resto de virtudes: “la virtud por excelencia no se da sin prudencia” (EN VI 1144 15-20b). “No es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin virtud moral” y “no puede haber recta intención sin prudencia ni virtud, ya que una determina el fin y la otra hacer realizar las acciones que conducen a ese fin” (EN VI 1144 30b-1145 5a). Sin embargo, parece que la prudencia es útil especialmente en las acciones previsibles, pero no así en las súbitas: “Las acciones previsibles pueden decidirse por cálculos o razonamiento, pero las súbitas se deciden según carácter” (EN III 1117 20-25a).


Todo esto tiene importancia para la práctica médica. La virtud como modo de ser es “una categoría profundamente impregnante de la persona” (Etxeberría, 2013). No es algo que se quede en el ámbito intelectual, sino que abarca algo nuclear en el profesional, como es el terreno volitivo, el de los sentimientos y, en definitiva, el del modo en el que se va trabando la propia realización personal. Desde el punto de vista operativo, se puede decir que abarca al menos el ámbito de las actitudes profesionales y el de las relaciones humanas, especialmente el de la relación clínica. El modo de ser según la virtud o excelencia es un poder, una fuerza capaz de hacer realidad las posibilidades que se presentan en forma de valores y deberes, principalmente en el terreno del las actitudes y de los hábitos interpersonales. Estos (actitudes y hábitos) son realización efectiva de aquellos (valores y deberes).


Las actitudes son disposiciones que permanecen en el tiempo y que se acreditan cuando se dan en tal o cual persona, más que en tal o cual acción, y que, por ello, se dice que configuran el carácter (Etxeberría, 2013). El carácter profesional sería el estilo habitual de conducirse según las actitudes necesarias en el ejercicio profesional, es decir, en orden a trabajar por la salud de las personas. Las actitudes dan lugar a una forma habitual y espontánea de actuar, tanto en la vida normal, como ante imprevistos o situaciones inesperadas en las que no es posible dedicar un tiempo al cálculo o al razonamiento sobre lo que se va a hacer. Trabajar sobre las actitudes es trabajar sobre el carácter profesional. Las actitudes necesarias en la práctica médica serán, ante todo, aquellas que funcionan a favor de la salud y bienestar del paciente. Pero hacen referencia únicamente a un momento del modo de ser según la virtud, eso sí, un momento clave (Etxeberría, 2013). Este es otro que el momento intencional.


El otro momento clave de la forma de ser según la virtud es el de los hábitos. En el terreno laboral estaríamos hablando de hábitos profesionales. Las habilidades profesionales no son sino hábitos laborales aprendidos y realizados correctamente. Hay hábitos profesionales que influyen fuertemente en las actitudes y otros que se quedan en el terreno de las habilidades psicomotrices y cognitivas. El hábito de realizar cirugías de alto riesgo va a influir en las actitudes, en el carácter. El hábito de ponerse unos guantes estériles tendrá, sin embargo, poca influencia en las zonas más profundas de la personalidad del profesional. Y, sin embargo, todos ellos son importantes para la salud de los pacientes. Es importante ser conscientes de que, así como hay hábitos profesionales adecuados e inadecuados para la salud del paciente, también que hay hábitos adecuados o inadecuados para el carácter del profesional. Por ejemplo, actuar repetidamente en contra del propio criterio, por ser complaciente, por presiones o por cualquier otra razón planteada a instancias del paciente, de otros profesionales o de la institución, es un hábito que daña un modo de ser personal libre y autónomo.


Por tanto, virtud es excelencia, es decir, poder efectivo de hacer bien las cosas buenas. La persona excelente hace con razonable facilidad lo bueno. Y lo hace porque se complace en ello, en lo bueno, y no porque se lo imponga autoridad externa alguna. Es, por tanto, algo elegido y asignable a la responsabilidad (Etxeberría, 2013). Esto es lo mismo que decir que las actitudes y los hábitos profesionales son asignables a responsabilidad. Desde el punto de vista práctico es importante distinguir entre estos dos momentos del modo de ser según la ética de la virtud, pues la forma de trabajarlos es diferente.


El aprendizaje de las actitudes y los hábitos profesionales.


En el terreno de las actitudes se han planteado numerosas dudas. En 1985, un grupo muy significativo de bioeticistas norteamericanos se pronunciaba afirmando que lo único que puede pretenderse en la docencia es transmitir conocimientos y habilidades, pero no directamente actitudes, que solo podrían modificarse de forma indirecta a través de aquellos (Culver et al., 1985). Esto suponía, en cierto modo, la renuncia al objetivo de modificar directamente las actitudes. Solo se pueden modificar los hábitos profesionales y, a partir de ellos, las actitudes. Esto encaja con la idea de Aristóteles de que ciertas acciones determinan el carácter.


Sin embargo, desde otra perspectiva, se defiende que las actitudes pueden y deben se objeto de la docencia de esta disciplina (Diego Gracia, 2000). Para ello, de forma complementaria al enfoque pedagógico clásico, se propone un enfoque socrático o mayéutico, cuyo objetivo principal no es otro que conseguir hacer aflorar lo mejor que hay en cada estudiante. Y ello mediante un cambio (metánoia en griego, conversio en latín) en el modo de ser filosófico o existencial, algo completamente imprescindible en el caso de la filosofía o de la ética. Esto se justifica porque no hay professio sin conversio: en otras palabras, no hay profesionalidad sin cambio. La profesión exige una cierta forma de vida. Y el cambio que se busca no es sino el compromiso con la excelencia, que, como ya advirtieron los hipocráticos, tiene mucho que ver con la ética. El objetivo de la ética profesional no puede ser otro que éste: la búsqueda de la excelencia (areté en griego, virtus en latín).


Para ello se requiere un trabajo en grupos pequeños, interactivos y participativos, con discusión de todo lo expuesto, el uso del debate como método en torno a problemas muy prácticos, relacionados con el análisis y la mejora de la actividad cotidiana; así como un modelo de profesor con un cierto carisma, que no manipula, no usa el argumento de autoridad, que permite que todo se pueda discutir, que esté abierto al diálogo, que sea respetuoso con los argumentos de los demás y que, en definitiva, no sea dogmático, fundamentalista, autoritario, ni histriónico (Diego Gracia, 2000). Esta propuesta se encuentra en la línea de algunos datos empíricos que se van acumulando en este sentido. Por ejemplo, el trabajo de Chowning y cols. demuestra cambios significativos en numerosas actitudes en alumnos que han recibido una formación con algunas características como las descritas más arriba, frente a aquellos en los que no ha sido así (Chowning, Griswold, Kovarik, & Collins, 2012).


Pero la excelencia también se aprende y se enseña con el ejemplo, con un ejemplo digno de estima. Ese aprendizaje, en su forma más simple es un ejercicio de mímesis, de imitación. Esto tiene que ver con el currículo oculto. Así se aprende lo bueno o lo malo, dependiendo del tutor. Pero en su forma racional, más compleja, es un ejercicio de conformación (Zubiri, 1983), es decir, de ajustamiento deliberado a ciertos patrones o modelos de profesional valorados críticamente y probados como excelentes. Para su aprendizaje efectivo es posible suscitar una “circularidad positiva” (Etxeberría, 2013), trabajando reiteradamente disposiciones que modulan acciones, y acciones o conductas habituales que construyen disposiciones. Para lo primero es necesario un movimiento de alerta crítica respecto de las propias actitudes que alejan de los objetivos buscados en la práctica médica y “tirar de nosotros mismos en sentido contrario” (Aristóteles, EN II 1109 1-5b).


Ese “tirar” exige darse a sí mismo consignas con las que trabajar día tras día una determinada actitud. Como la consigna del estudiante de un instrumento de música, que se propone la máxima expresividad conforme al estilo de la partitura bajo su interpretación. Por ejemplo, en una consulta desbordada de pacientes, quizá con un cansancio acumulado al final de una larga jornada y tras una semana con guardias, tirar de sí mismo hacia la hospitalidad a la hora de atender a alguien, es una forma de ser que se traduce en mínimos gestos que, sin embargo, tienen un impacto significativo en los pacientes y, con frecuencia, en el resultado final de la consulta.


Buscar gestos de hospitalidad no es difícil. Pero a veces ocurre que las actitudes no encuentran con facilidad las acciones necesarias para expresarlas y reforzarlas. Por ejemplo, para lograr la correcta expresividad, nuestro estudiante de violoncello necesita trabajar en cada ensayo disciplinadamente una determinada forma de agarrar el arco, hasta que el gesto se hace espontáneo y adquiere una facilidad para ello. De igual modo, hay actitudes profesionales que necesitan encontrar su cauce a través de habilidades muy concretas. Por ejemplo, la voluntad de realizar un uso eficiente de recursos requiere a veces poner límites en la relación clínica a demandas inadecuadas por parte de los pacientes. Esto requiere una formación en habilidades comunicacionales apropiadas para ello, como habilidades para una comunicación asertiva.


Si actitud y hábito son importantes, aún más importante es tener claro cuáles son las actitudes y los hábitos correctos. Y para ello es necesaria la reflexión, la deliberación. Hay actitudes y hábitos nocivos. Tanto para los pacientes como para los propios profesionales. Por ejemplo, puedo considerar que la defensa de mi propia autonomía requiere una actitud de firmeza de carácter y de complacencia en la defensa y explicación del propio criterio. Esto requiere que tenga claro mi criterio, por qué es importante defenderlo, cómo hacerlo de forma razonable y adecuada desde el punto de vista comunicacional, y aprender a complacerme de ello y a hacerlo con facilidad, en vez de vivirlo como un momento de tensión. Hay, por tanto, un momento de reflexión, de deliberación y un momento para la acción. Sin la primera, la acción se queda sin rumbo; sin la segunda, la reflexión se queda en palabras.


En resumen, las exigencias de la práctica médica ante la vulnerabilidad y fragilidad humana son de tal naturaleza que la profesionalidad, es decir, la búsqueda activa y efectiva de la excelencia, va a tender a configurar un tipo de profesional que necesita no solo hacerse bueno desde un punto de vista científico-técnico, sino también desde el punto de vista personal. Los pacientes así lo requieren. Y para ello es necesario modificar las actitudes, es decir, las intenciones o disposiciones que permanecen en el tiempo, así como los hábitos profesionales. Estos se trabajan a través de la formación en habilidades. Una de las habilidades principales es la de la deliberación, que ayuda en la resolución de problemas clínicos complejos, pero también tiene un papel fundamental en la “ética de las pequeñas cosas” (Loayssa Lara, JR.  Ruiz Moral, J. 2016). La deliberación ayuda a detectar, revisar críticamente y, si procede, modificar los hábitos profesionales disfuncionales. Otras muchas habilidades, como las que están vinculadas a la relación clínica, pueden tener un importante impacto en la formación del carácter del profesional, lo cual debe ser tenido en cuenta por los formadores, que tienen la misión de hacer explícitas ciertas pautas de conducta, así como la disposiciones o actitudes que exigen y suscitan.


Bibliografía.


Aristóteles. (1985). Etica nicomáquea ; Etica eudemia. Madrid, España: Gredos.


Chowning, J. T., Griswold, J. C., Kovarik, D. N., & Collins, L. J. (2012). Fostering Critical Thinking, Reasoning, and Argumentation Skills through Bioethics Education. PLoS ONE, 7(5). http://doi.org/10.1371/journal.pone.0036791


Culver, C. M., Clouser, K. D., Gert, B., Brody, H., Fletcher, J., Jonsen, A., … Wikler, D. (1985). Basic Curricular Goals in Medical Ethics. New England Journal of Medicine, 312(4), 253–256. http://doi.org/10.1056/NEJM198501243120430


Etxeberría, X. (2013). Virtudes para convivir. Madrid: PPC.


Gracia, D. (2000). Fundamentación y enseñanza de la bioética. Bogotá, D.C.: Editorial El Búho.


Gracia Guillén, D., & Cortina Orts, A. (2010). La cuestión del valor discurso de recepción del académico de número Excmo. Sr. D. Diego Gracia Guillén : sesión del día 11 de enero de 2011, Madrid. Madrid: Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.


“La ética de las pequeñas cosas”(*) Para un aprendizaje realista de la ética de la práctica diaria | Formación Docentes y Tutores Clínicos / Bol docTUtor educ med. / ISSN 2173-8262. (n.d.). Retrieved January 11, 2016, from http://www.doctutor.es/2016/01/10/5507/


MacIntyre, A. C., & Valcárcel, A. (2004). Tras la virtud. Barcelona: Crítica.


Zubiri, X. (1983). Inteligencia y razón. Alianza.

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