El abuelo poeta y los estudiantes del MIR
Roger Ruiz Vicente, opositor al último MIR. Córdoba y Madrid
Resumen: Relato en el que un aspirante al MIR ante el desvanecimiento de un anciano asiduo a la biblioteca en la que estudiaba le hace plantearse a este las auténticas razones de su esfuerzo
Una de las claves en la preparación del examen MIR es la rutina, conseguir una y hacerte a ella, pues va a ser tu modo de vida durante mucho tiempo.
En mi rutina, visitaba la misma biblioteca todos los días, me sentaba en la misma silla al lado de la ventana todos los días, estudiaba y leía los mismos libros todos los días y veía a las mismas personas todos los días.
La mayoría de estas personas eran estudiantes, de entre 25 y 30 años que como yo se enfrentaban a algún tipo de oposición o examen decisivo: para especialistas médicos, enfermería, policías… Otros eran ancianos y jubilados que asistían a la biblioteca seguramente porque no tenían nada mejor que hacer, gente con la que durante siete meses compartimos muchas horas de nuestras monótonas vidas en silencio, con huidizos cruces de miradas a lo sumo, …todos juntos en la gran sala de la biblioteca.
Todos los días a las ocho en punto entraba a la sala de estudio un hombre mayor, de unos 80 años, delgado y muy arrugado, caminaba con pasos cortos y rápidos, inclinado hacia adelante y temblorosas las manos. Daba los buenos días aunque nadie le respondía, cogía un diccionario y se sentaba cuatro mesas más allá de la mía, sacaba su cuaderno, y escribía durante horas. Sin saber exactamente el por qué, desde el primer momento imaginé que este abuelo con parkinson escribía poemas. Poco después se confirmó esta idea, pues de cuando en cuando empezó a levantarse y sacar del trance a los opositores de su alrededor para hacerles leer sus obras. Me resultaba muy gracioso, especialmente cuando el opositor era un médico y dejaba de lado la cardiopatía isquémica para leer un soneto mientras un abuelo aburrido le contaba sus historias. Por razones evidentes, su mesa y las de alrededor se convirtieron en una zona a evitar, así como el contacto visual excesivo con él. Esto último lo aprendí después de que un día estando la biblioteca vacía, este abuelo tembloroso, al coincidir nuestras miradas, me llamara desde la otra punta de la sala, invitándome a levantarme de mi silla, ir hacia él, coger su cuaderno, llevármelo a mi sitio y leerme unos cuantos de sus sonetos. Reconozco que pesó más para mí los 15 minutos de estudio perdido que la inexplicable belleza de sus rimas. Quince minutos no parece mucho tiempo, pero para un histérico opositor al MIR cada minuto cuenta. Así era la tensión con la que vivíamos esas semanas.
Como él había en la biblioteca otros muchos personajes que se paseaban por allí todos los días y a los que también había que evitar: estudiantes que hablan demasiado o el limpiaventanas del edificio, un pobre diablo al que por desgracia para ambas partes, Ana (mi novia) y yo éramos los únicos que le hacíamos caso.
Un día, no podría decir cual, porque por aquel entonces todos los días son iguales que el anterior y que el siguiente, pero si recuerdo que fue un dia en el que la biblioteca estaba llena; y lo recuerdo, sobretodo porque mi sitio de siempre estaba ocupado y tuve que sentarme en otra mesa de iguales características pero que ya no era la mía. Y esto supone un enorme y desagradable acontecimiento para los animales de rutinas inquebrantables en los que nos habíamos convertido. Había mucha gente nueva, estudiantes de bachillerato, universidad, otros “mires” como yo, y los típicos de siempre.
Me encontraba estudiando pediatría, y en cierto momento levanté la cabeza, para estirar el cuello o repetirme algún concepto rebelde, cuando vi desde mi nuevo sitio, que “El abuelo poeta” (así le llamábamos) se acababa de caer al suelo. Sorprende la capacidad de concentración de uno, pues no había oído el menor ruido. A su alrededor se habían levantado algunas personas y entre ellos trataban de incorporarlo. Aún así, cuando lo vimos sentimos la obligación, más bien la necesidad, de acercarnos a él. No hubiera podido seguir con la neonatología de lo contrario.
Afortunadamente, nuestro abuelo poeta se encontraba bien, había sufrido una especie de vahído cuando se levantó para ir al baño nos dijo. Hipotensión ortostática, disautonomía frecuente en pacientes con parkinson, pensaba mientras sujetábamos todavía solícitos al hombre por los brazos y le decíamos, con poco éxito, que se sentara y permaneciera tranquilo sin moverse. La gente que en un primer momento le había ayudado desapareció como por arte de magia al llegar nosotros, puede que hubiesen visto nuestros libros en la mesa, y considerasen que “éramos médicos”. Pero lo que más me llamó la atención fue que cuando acudíamos a él en mitad del tumulto, sentados muy cerca había compañeros opositores al MIR que no levantaron la cabeza de sus libros, permaneciendo ajenos a la situación durante todo el tiempo, como si la cosa no fuera con ellos. Estando ya con “nuestro paciente”, les miré a estos un tanto atónito, como esperando algo, no sabía realmente el que, tal vez sólo fue una mirada de curiosidad por lo que estaba ocurriendo, sin embargo permanecieron inmutables… absolutamente ajenos a lo que pasaba, aislados de todo, incapaces de responder a nada que no fuese su agenda establecida para ese dia …supuse. Nos ofrecimos para acompañarle al servicio, por si las moscas, aunque aparentemente ya estaba bien. Y mientras nos contaba cuantas veces le había sucedido esto o cuanto le gustaba escribir poesía y lo acompañábamos al cabo de un rato a su asiento, yo seguía dándole vueltas a lo sucedido. Quedé bastante sorprendido. Una vez de vuelta en mi sitio, sin que, paradójicamente, me hubiera venido a la cabeza la angustia por los minutos de estudio que podía haber perdido en aquel lance, me sorprendí pensando…”¿para qué todo este esfuerzo?” Había dejado de ver mis libros para ver a una persona que necesitaba mi ayuda como médico…¡¡Uaaauuuhhh!! resulto que aquél dia se convirtió gracias al abuelo poeta en uno de esos días en los que uno se da cuenta del verdadero objetivo de su esfuerzo, de su rutina, tan fácil de olvidar entre tantos porcentajes de supervivencia, curvas de Kaplan-Meier o fármacos nuevos. Suena bien, pero es cierto. Algo tan desgraciadamente habitual como puede ser un anciano cayendo al suelo me lo reveló. Por eso creo que miraba a esos opositores y pensaba: “¿Para qué estudiáis? ¿Cuál es vuestra razón? Las horas de estudio que echéis de ahora en adelante ya no tienen sentido… Por unos momentos el examen MIR y su nota habían dejado de ser mi objetivo…yo ya tenía una buena razón, era el abuelo poeta, y la gente que como él seguramente me encontraré en el camino que me espera.
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